Un gozoso escalofrío
Se habla a veces de la literatura de género como si fuera de segundo orden, pero los buenos aficionados no entienden de jerarquías ni necesitan que sus predilecciones sean sancionadas por otra autoridad que su propio gusto. Una parte de la literatura de terror —los relatos góticos o las historias de fantasmas— puede ser considerada como una provincia de lo fantástico y ha sido cultivada por autores de los llamados incuestionables, pero su vasto ámbito abarca registros como el suspense, el horror cósmico o metafísico o el thriller psicológico y se mezcla en distintas dosis con otros géneros populares, como las novelas policiacas, los libros de aventuras o la ciencia ficción, sin que tenga mucho sentido trazar un mapa de categorías. Hay libros que dan miedo, eso es todo, y para ello se sirven de una serie de códigos no solo literarios.
Juan Manuel de Prada evoca su descubrimiento del placer del miedo de la mano de Poe, cuyas Narraciones extraordinarias son lectura obligada para los devotos, inquiere las razones por las que el terror, que en la vida real provoca espanto, nos atrae si proviene de situaciones imaginadas —tanto más cuanto mejor descritas— y diferencia esa voluptuosidad asociada a la ficción del gusto malsano por lo escabroso cuando se trata de horrores verdaderos. En su repaso a la trayectoria del género, Luis Alberto de Cuenca se acoge a la autoridad de Lovecraft —doble referente como estudioso y como urdidor de fantasías memorables— para situar los orígenes en la segunda mitad del XVIII, por obra de autores como Walpole, Radcliffe o Lewis, aunque puedan invocarse precedentes tanto en la Antigüedad como en los siglos anteriores a la aparición de la narrativa gótica. De entonces acá, decenas de escritores de primerísima línea han provocado el escalofrío combinando el vuelo de la imaginación y la maestría narrativa.
Pero no hablamos solo de clásicos ni se trata de una tradición que remita exclusivamente al pasado o a los nombres prestigiosos. En relación con el aquí y ahora, Luis Manuel Ruiz radiografía a una generación de nuevos narradores españoles que comparten influencias y un modo desprejuiciado de recrear esa tradición, a partir de fuentes literarias o audiovisuales. Y Héctor Márquez recorre la huella del terror en el cómic, que ha difundido el imaginario del género, adaptado muchos de los personajes creados por los novelistas y alumbrado nuevas criaturas, nacidas en revistas especializadas que llegaron a tener una difusión muy amplia. Consultados por el autor, los expertos en la materia hablan de la edad de oro del pulp norteamericano, de los problemas derivados de la censura, del revival de los setenta, de la aportación del manga o de un presente que sigue ofreciendo historietas de calidad.
Sucesos más o menos reales han inspirado a los creadores de pesadillas, y entre las figuras históricas pocas hay más perturbadoras que la aristócrata húngara Erzsébet Báthory, llamada la condesa sangrienta, un personaje tan espantoso como fascinante que ya interesó a Alejandra Pizarnik y es abordado en estas páginas por Alfredo Taján. De otra clase de terror, el psicológico, nos habla Clara Sánchez, “un miedo vago, inconcreto, que avisa de que algo no va bien, de que existe una amenaza en el aire”. Hitchcock es el maestro absoluto en este terreno, el suspense, pero la narradora se refiere también a la famosa institutriz de Henry James o a los miedos personales —por ejemplo al fracaso— que ella misma ha conjurado en su literatura.