Un legado que hizo historia
Tardíamente incorporada a la corriente de las literaturas europeas, la atrasada Rusia, una nación dominada por la autocracia en la que ni el Renacimiento ni la Ilustración habían dejado una huella notable, dio en el siglo XIX una colección de excelentes narradores que en sólo unas décadas se convirtieron en clásicos universales. Tanto más celebrados por la falta de antecedentes, los autores rusos asombraron a sus contemporáneos, les descubrieron una realidad casi desconocida e influyeron decisivamente tanto en los creadores de otras lenguas como en las ideas estéticas, logrando el favor de los lectores y un lugar de preeminencia que se ha mantenido hasta nuestros días. Iniciada por los relatos de Pushkin y Gógol, la Edad de Oro de la narrativa rusa —la de la poesía es algo anterior, con el primero como gran luminaria— se prolongó hasta los inicios del XX y ha legado a la posteridad decenas de incuestionables obras maestras.
El panorama de Marta Rebón recorre ese siglo redondo, como lo calificó Nabokov, a través de los autores que lo convirtieron en una etapa de esplendor, surgida, casi por generación espontánea, de un país con amplísimas capas de la población sumidas en la miseria. A los ya citados y Lérmontov, se añadieron, ya en la segunda mitad de la centuria, caracterizada por el realismo y el debate entre occidentalistas y eslavófilos, Turguéniev, Dostoievski, Goncharov, Tolstói y Chéjov, que junto al controvertido Gorki formarían la nómina esencial del periodo. Señalando las numerosas diferencias pero también algunos puntos comunes, Justo Navarro confronta las vidas y las obras de dos de ellos, Dostoievski y Tolstói, personalidades excepcionales que renovaron, desde las revistas donde sus libros aparecían por entregas, el arte de la novela, a la que aportaron una insólita pluralidad de voces o de personajes. A propósito de Chéjov, el maestro del cuento, Paul Viejo destaca que el retrato habitual, aunque no inexacto, debería comprender aspectos desatendidos como su interés por el microrrelato o la metaliteratura y el tratamiento no explícito de las cuestiones políticas.
Sujetos a la opresión zarista, los escritores rusos estaban acostumbrados a padecer la censura, el destierro o la cárcel, pero no podían sospechar que la Revolución, recibida en un principio con esperanza o incluso entusiasmo por muchos representantes de la floreciente cultura de las primeras décadas del siglo, daría luz a una nueva tiranía. La era soviética, como apunta Ignacio F. Garmendia, impuso una literatura mediocre y extremó la represión hasta extremos inconcebibles, pero no logró impedir que los exiliados siguieran escribiendo desde fuera de Rusia, que los supervivientes de los campos relataran testimonios estremecedores o que disidentes en distintos grados como Mijaíl Bulgákov, Borís Pasternak o Vasili Grossman continuaran la gran tradición decimonónica.
Terrateniente y libertario a su peculiar manera, el conde Tolstói, recuerda Alfredo Taján, era venerado por millones de desposeídos como una especie de santo, que se enfrentó al zar y llegó a ser excomulgado. La actitud del autor de Guerra y paz, un cristiano radical que renegó de su clase y descreía tanto de la Iglesia como del Estado, revelaba el profundo descontento de los súbditos —la postración de la antigua servidumbre apenas varió tras la abolición del régimen señorial— y de algún modo anunciaba el estallido venidero. Antes y después de la caída de la monarquía, el destino de los escritores rusos ha sido el de resistir al control de un poder absoluto.