Una profesión necesaria
Aunque algunas señales hablan de un ligero repunte, la crisis de los últimos años se ha cebado de modo especial con las librerías que en bastantes casos han cerrado sus puertas o se han visto obligadas a redefinir su actividad, forzadas por un descenso general de las ventas y por la competencia de las grandes superficies o las plataformas de distribución en internet. Es verdad que en este tiempo tan complicado, que lo es además por las incertidumbres derivadas de la extensión de la tecnología digital, también han abierto nuevos establecimientos, pero tanto los más recientes como los veteranos se enfrentan a una época de cambios que afectan al modelo mismo de negocio.
Todos los que las frecuentan, o sea los lectores, coinciden en señalar que las librerías no son un negocio cualquiera, tanto por la fuerte vocación que caracteriza a sus impulsores como por la calidad del servicio que ofrecen a sus clientes. Quijotes, los llama Eva Díaz Pérez, aludiendo a esa voluntad de resistir en una época que tiende a banalizar la cultura o a reducirla a mero espectáculo, en la que el propio hábito y no digamos la pasión por la lectura son considerados como un síntoma de extravagancia. De modo regular desde sus locales o directamente en la calle, con ocasión de las Ferias del Libro, los libreros desempeñan un papel relevante en el historial de recuerdos que vincula los ejemplares de nuestras bibliotecas personales con días o episodios concretos, acompañan a los autores en su contacto con el público y sobre todo ejercen una impagable labor de intermediarios, sea recogiendo las peticiones o sugiriendo propuestas alternativas.
En la citada calidad del servicio, que a menudo no se reduce a la venta y asesoramiento, así como en la especialización o en la organización de actividades complementarias, está la clave de la supervivencia de una profesión que sigue siendo necesaria. El reportaje de Carolina Isasi Vicondoa, que recorre algunas de las librerías de referencia en varias ciudades españolas, deja claro lo que estas aportan como lugares de encuentro en los que los visitantes no sólo pueden comprar y hablar de libros, sino también participar de una amplia oferta cultural que incluye talleres, clubes de lectura, conferencias, exposiciones o presentaciones de novedades. A una de esas librerías emblemáticas, la Alberti de Madrid, se ha desplazado Tomás Val para conversar con su responsable, Lola Larumbe, una bióloga con casi cuatro décadas de dedicación a los libros que se declara al margen de las modas, reclama una mayor implicación de la administración, de los medios o de las escuelas en el fomento de la lectura y reivindica la misma como una experiencia, además de asequible, estimulante y rejuvenecedora.
De los lazos tan estrechos que pueden unir a los lectores con sus librerías de cabecera da fe el homenaje de Sergio del Molino a Cálamo de Zaragoza, que Paco Goyanes y Ana Cañellas han convertido en un enclave cultural de primer orden. Para el escritor, ahora visitante en compañía de su hijo, la “librería roja” nació en la estela del nuevo orden democrático y simboliza a la perfección a la generación que cambió las maneras adustas por una actitud franca y solícita. Otros después han tomado el relevo y es gratificante comprobar cómo muchas de las nuevas librerías están atendidas por jóvenes que entienden el oficio de un modo entusiasta, como es costumbre en el gremio, formado por excelentes profesionales sin los que nada sería igual en el mundo del libro.