Vidas que pasan
Cualquier escenario puede ser llevado a la literatura, pero hay espacios particularmente evocadores que han sido objeto de atención específica y tienen por ello una cualidad que los distingue del resto, apreciable en multitud de obras que o se gestaron en su entorno o reflejan formas peculiares de sociabilidad, ligadas a una tradición que se remonta a los orígenes de la modernidad y ha llegado hasta nuestros días. Son literarios los medios de transporte o las estaciones de tránsito, los parques o los edificios consagrados a la cultura o el espectáculo, pero en cualquier relación que pretendiera recoger los más señalados deberían figurar con letras de honor los cafés, los balnearios, los hoteles y los trenes. Son además el centro de muchas narraciones e incluso se erigen como protagonistas. Son historia y fuente de historias.
En su rastreo de las sentencias y el anecdotario relativo a los cafés, Justo Navarro recuerda, con Pascale Cier, el relevante papel de dichos establecimientos como origen de “todas las revoluciones del siglo XIX y del siglo XX, políticas, artísticas o literarias”, pero también resalta su condición de lugares ideales para encuentros meramente amistosos o galantes, dentro o al margen de las tertulias habituales, el carácter nivelador que señaló un optimista Ramón Gómez de la Serna —“la única asociación verdaderamente libre, igualitaria y limpia de dogmatismo”— o la aparente paradoja de quienes buscan la soledad —por ejemplo a la hora de escribir, o de leer— rodeándose de compañía.
Del tiempo en que se pusieron de moda las estaciones termales y los baños de ola, asociados a las propiedades terapéuticas de las aguas pero asimismo a la vida elegante de quienes se podían permitir los ocios estivales o las curas de reposo, data la afición a los balnearios sobre la que escribe el último premio Nadal, José C. Vales, que destaca el ambiente de alegre mundanidad que aguardaba a los enfermos o los veraneantes —bien reflejado por la literatura de intención psicológica o costumbrista— y la doble dimensión física y espiritual —porque hay dolencias que lo son del alma— desde la que los escritores afrontan el proceso de sanación de sus personajes.
Como otros sitios de tránsito, dice Marta Rivera de la Cruz, los hoteles tienen algo de “no lugares”, en los que todo está en perpetuo movimiento. Describe la autora su fascinación por los que atesoran una leyenda muchas veces relacionada con la estancia de escritores célebres —Dorothy Parker en el Algonquin de Nueva York o Hemingway en el Ambos Mundos de La Habana—, sea en las habitaciones o también en los bares, que tienen una historia propia y no necesariamente ligada a la pernocta. Hay cierta mitomanía en el gusto por recorrer los salones que frecuentaron los nombres admirados, pero los hoteles, como sugiere Rivera y podría afirmarse de los demás espacios literarios, ofrecen siempre un rico y variado paisaje humano que apunta a la sustancia misma de la novela: el trasiego incesante de las vidas que pasan.
Algo de elegía tiene la evocación de Antonio Orejudo, referida a los trenes de la Era Analógica, más lentos y compartimentados y felizmente ignorantes del acoso de los teléfonos móviles o de sus usuarios más desaprensivos. Sigue siendo posible el ensimismamiento o la comunicación entre desconocidos, pero puede que sea cierto que los ferrocarriles han perdido parte de su encanto —o de su potencial literario— debido a las “distracciones digitales”. A quienes deseen conocer o recordar cómo eran antes los trayectos, les basta con acudir a los libros.