Antonio Orejudo: «Nuestra generación pensó en la literatura para medrar”
—Los Cinco y yo tiene como protagonista a un escritor en la cincuentena que glosa un libro, After Five, acerca de la madurez de aquellos personajes de Blyton, y que le sirve a usted como radiografía de su propia generación.
—Quería hacer realidad el sueño de ser en cierto modo uno de aquellos chicos de Los Cinco que representaban todo lo que uno quería ser. Y preguntarme a la vez qué sucedió con Julián, Dick, Ana, qué fue de mí y de mis amigos. Si este presente con sus inseguridades es culpa de la Historia o qué parte de responsabilidad hemos tenido nosotros. Una pregunta que indaga en un tema muy presente en mis libros como es el desengaño y el balance entre lo que hemos querido ser y lo que somos realmente.
—También está presente la ficción como búsqueda de realidades alternativas.
—Todos hemos tenido en la infancia y en la adolescencia ese sentimiento de querer ser otro y pertenecer a otra familia. En mi caso fueron Los Cinco y la familia Sáenz que aparece en la novela, aunque curiosamente luego casi todos los hijos acabaron heroinómanos. Los libros en nuestra generación te daban la posibilidad de proyectar ese deseo. Nunca he considerado la familia un caldo de cultivo donde uno fomenta sus cualidades, la he visto como un lugar que siempre coarta a los individuos. Escribir consiste también en crear esas realidades alternativas más satisfactorias y en que el capitán del equipo de fútbol te escoja sin tener que hacer méritos.
—Ahora que dice eso, en la novela el fútbol, los libros y la pandilla son una forma de relación que ya no es tan habitual.
—Ese papel central que tenían los libros y el fútbol en las relaciones se ha perdido porque existen otros deportes que también se practican, ahora apenas se lee y las pandillas son virtuales. Lo que sí continúa siendo habitual es la dialéctica entre aceptación y rechazo.
—¿Aquella generación que jugaba en los descampados es una metáfora de la Transición del país por hacer?
—Los del boom del 60 fuimos los niños que bajábamos la cuesta de todos los descampados de España. Los niños que llenábamos una ciudad que estaba por hacer como Madrid, y como muchas otras ciudades con calles asfaltadas, barrios de tierra, y que crecimos en las nuevas colonias sociales. Nuestras madres nos miraban pensando que representábamos el futuro. Luego se comprobó, y esa fue la primera decepción de nuestra generación, que lo único que tuvimos de influyente fue el número, que éramos muchos pero al margen del país que se construyó.
—¿Una generación perdida en la frontera de un cambio a contrapié?
—Aunque me molestan los discursos épicos generacionales, nuestro drama ha sido que no hemos existido realmente con un peso determinante. Representamos el paso de una civilización con valores analógicos a una revolución tecnológica en la que de nada nos servían esos valores. Fuimos muy jóvenes para participar con protagonismo en la Transición y somos mayores para ser espíritu activo del 15-M. Lo máximo que hemos hecho ha sido participar en manifestaciones que tuvieron mucho de nostalgia, pero con una actitud más mansa que rebelde. Esa frontera o ese cambio también lo padecieron nuestros padres y hermanos mayores pero a ellos los pilló colocados, y su balance de cuenta de resultados fue o es más satisfactorio que el nuestro.
—En un momento de la novela afirma sentirse estafado en todos los ámbitos de la vida.
«Representamos el paso de una civilización con valores analógicos a una revolución tecnológica en la que de nada nos servían esos valores. Fuimos muy jóvenes para participar con protagonismo en la Transición y somos mayores para ser espíritu activo del 15-M”—Es una sensación que está en el ambiente. La crisis ha provocado que la gente piense que las ideologías, los valores, los principios de la socialdemocracia, han sido un engaño, un fraude, y ese desencanto amargo explica el auge de los populismos. Incluso que votar los fascismos sea una forma de autolesión. Creo que esa sensación de estafa y de que todo responde al interés de alguien en alguna parte está muy ligada a nuestra generación. Hay una imagen en mi memoria que viene ser la mejor metáfora de esto, y es cuando estuve en 1981 en un mitin de la Complutense escuchando a Felipe González pidiendo la salida de la OTAN junto a un Javier Solana que sería su futuro secretario.—El padre del protagonista colecciona enciclopedias por fascículos. Un hábito de la época como símil de la educación.
—El valor de la constancia, de la voluntad y el esfuerzo eran los tres condimentos que nuestros padres nos inculcaban para alcanzar el éxito y ser una persona digna y estable. Años después te encuentras con que no te encuentras con autoridad suficiente para transmitirle eso mismo a tu hijo, porque si lo hicieses le estarías mintiendo. Hoy día la constancia, la voluntad y el esfuerzo son valores analógicos que solo conducen a la frustración.
—¿Y para escribir una novela son tres requisitos necesarios?
—Por supuesto, aunque a veces he perdido las ganas de bajar al kiosco a comprar el siguiente fascículo. No sé si es la edad o porque he tenido por delante la posibilidad de que no tuviese nada más que decir. Algo que los escritores deberíamos tener presente, igual que aquellas calaveras de los cuadros del Renacimiento que recordaban la fugacidad de la vida.
—Pues cada año se publican más libros.
—Aunque soy poco solemne y nada trágico al hablar del hecho de escribir sí que es verdad que existe una inflación de libros de ficción que contribuye a devaluar la literatura, y también el ejercicio de escribir y sus exigencias. Nos vendría bien a todos un poco de contención.
—El protagonista es un escritor que no escribe y un profesor que no enseña. ¿Puede uno perderse en la literatura?
—Haberse educado en la literatura puede llegar a ser algo muy intoxicante porque uno piensa de alguna manera que la vida sucede como en las novelas y tiene planteamiento, nudo y desenlace. Y en realidad es azarosa, sin sentido, una historia que parece escrita por un escritor de tercera categoría. Lo que pasa es que lo mismo que nuestros padres aprendieron a besar con las películas de los 50 nuestras herramientas de análisis son herramientas retóricas, los textos en los que aprendimos a pensar, y nada tienen que ver con lo que luego nos ocurre de verdad en la vida.
—Sin embargo en Los Cinco al escritor Rafael Reig y a usted, como Toni, los convierte en personajes de ficción.
—Desde que nos conocimos en la facultad Reig y yo vivimos una realidad paralela, obsesionados con la literatura y con la idea ciega en la cabeza de ser novelistas, y si no lo conseguíamos ser al menos como los miembros de la generación del 27 que hacían gamberradas. Nuestra amistad se fundamentaba en eso. Y lo cierto es que en nuestra generación todos pensamos en la literatura como en una herramienta de medro social. De llegar, como se dice en la novela, porque antes ser escritor tenía un prestigio social. Pero ahora la escritura y la enseñanza de la literatura se consideran absurdas porque no tienen una productividad inmediata. Pero al menos Reig se ha convertido en un personaje de carne y hueso, y yo en el sexto de Los Cinco.
—¿Está cansado del humor, al que considera un condimento pero no un plato literario?
—El humor puede ser una actitud de defensa, una manera de desenmascarar la impostura o la arrogancia, y en algunos casos una estrategia de seducción. Pero cada vez estoy más de acuerdo con Peter Handke cuando dice que no le gusta el humor en la literatura porque despista. Y lleva razón, a mí me ha perjudicado en los libros donde estaba más presente porque el lector se queda ahí, no pasa de la anécdota. Hay una asociación automática entre humor y banalización, y no todos entienden que, como decía Chesterton, lo contrario de divertido no es serio, es aburrido. En España el humor, la divulgación, ser comprensible, restan mérito al escritor.