El foso protector
Irónicamente, para los escritores europeos, Gran Bretaña siempre ha sido más bien “amparo de desvalidos”. Ojalá pese al Brexit siga activo ese Reino Unido que —tan suyo y tan abierto— supo hacerse admirado en todo el mundo
Estadista inmenso de la pequeña Bélgica, Paul-Henri Spaak se tomó el trabajo de viajar a Londres para convencer a Rab Butler, omnipotente ministro de Hacienda británico, del paraíso político que representaba el proyecto europeo. Mediaban por entonces los años cincuenta y Reino Unido, tras su liderazgo moral en la última guerra, gozaba de un sereno imperio de auctoritas sobre el continente. Poco partidario de europeísmos, Butler iba a adoptar su mejor pose de imperturbabilidad británica cuando Spaak intentó “excitar su imaginación” al narrarle las posibilidades de la Europa naciente. “No le hubiese sorprendido más”, concluyó el belga, “de bajarme los pantalones delante de él”.De Messina a Maastricht y del Mecanismo Europeo de Cambio a las andanadas de Margaret Thatcher contra las inclinaciones federalizantes de Jacques Delors, la inserción del Reino Unido en las Comunidades Europeas, ha sido cuestión de tanta complicación como —según reza el dicho político— forzar la cópula entre un elefante y un puercoespín. La anécdota de Butler y Spaak es elocuente al respecto. Sin embargo, es solo una más de un amplio elenco que incluye afectos y desafectos, “ententes cordiales” y vuelos del Concorde, la consideración continental de que estas Islas son “el Japón de Europa” y la visión británica de que “los negros comienzan en Calais”. Es una lectura, a la vez, densa y compleja, aunque —por tratar del Reino Unido— se hace inevitable que también esté recorrida de paradojas: a las puertas del referéndum sobre el Brexit, a alguno todavía le sorprendía recordar que los conservadores británicos llegaran a hacer campaña bajo el lema “el partido de Europa”.
Quizá por eso no resulte ocioso meditar algunas imágenes. Por ejemplo, la “divertida y cínica sonrisa” de Bretherton, el subalterno enviado desde Londres, en las reuniones que se saldarían con la negativa británica al Tratado de Roma. O las múltiples humillaciones que —ante una Inglaterra arrepentida— De Gaulle iba a administrar al primer ministro Macmillan con su bloqueo al ingreso europeo de Gran Bretaña. O, en último término, el alivio de Edward Heath —desastroso premier conservador— al lograr por fin la admisión en el club allá por los primeros setenta. Son imágenes que, si nos hablan del mutuo escepticismo entre continentales y británicos, también subrayan un debate interno que, del otro lado del Canal de la Mancha, ha pasado con gran facilidad de la discusión política a la definición existencial. No en vano, si ha habido un europeísmo británico, de los viajeros del Grand Tour a las portadas del Financial Times, de los escoceses a los laboristas y de los liberales al torismo de los setenta, la fricción con el continente ha tenido el suficiente arraigo como para integrar un cierto ethos de lo británico y dar cuerpo a constantes características de su vida nacional.
Es algo que viene de antiguo, y el propio Shakespeare iba a cantar el excepcionalismo insular al celebrar el mar como “foso protector” ante “la envidia de países menos venturosos”. Han sido habituales, con todo, expresiones de superioridad más prosaicas: así, cuando cierto petimetre llegó a Calais y se quejó del “espantoso olor” de la costa, oyó cómo su tutor le replicaba que ese “es el olor del continente”. Irónicamente, para los escritores europeos, Gran Bretaña siempre ha sido más bien “amparo de desvalidos”: oleada tras oleada, el país fue capaz de acoger a hugonotes franceses, aristócratas huidos de la Revolución, resistentes gaullistas, judíos perseguidos y —por supuesto— románticos y republicanos españoles. Ojalá pese al Brexit siga activo ese Reino Unido que —tan suyo y tan abierto— supo hacerse admirado en todo el mundo.