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El otro padrecito

Alfredo Taján  |  Firma invitada · Mercurio 197 - Enero 2018
  • In Firma invitada · Mercurio 197
  • — 28 Dic, 2017
© Astromujoff

© ASTROMUJOFF

El 7 de noviembre de 1910 un hombre agoniza en una habitación fría y húmeda de la estación ferroviaria de Astápovo, hoy Lípetsk, distrito central de Rusia. Ante los excesivos cuidados que recibe, pregunta, sacando fuerzas de su alma atormentada: “Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren, ¿por qué estáis al cuidado de uno solo?”; inmediatamente después expira. Lo hace con los ojos abiertos, lúcido hasta el final. Ese anciano era el escritor León Tolstói (1828-1910), considerado por millones de personas como el otro zar de Rusia, el otro padrecito, el que festejaba la igualdad, la solidaridad y el amor, frente a la autocracia, ese mausoleo imaginario y estático de los Románov. El conde Tolstói había abandonado días antes su famosa finca Yásnaia Poliana. Huía de su esposa Sofía Behrs, mujer bienintencionada que le insistía en que, por su salud, no participara en los duros trabajos del campo, que no durmiera en los barracones con los campesinos, que no compartiera su desaforada lucha por la supervivencia, pero el conde no le hizo caso, al contrario, huyó de madrugada para morir de mala manera.

Siendo muy joven un incidente marcó al aristócrata hasta transformarlo en un apóstol de la no violencia. En Lucerna, en el verano de 1857, Tolstói presencia cómo un cantante tirolés es ninguneado por los huéspedes de un hotel. Fue cuando, escribe, “Me invadió una gran amargura, estaba avergonzado de pertenecer a la clase que pertenezco, es como si yo hubiera pedido el dinero y me lo hubieran negado, exigí las mejores viandas y el mejor champán y les hice a todos comer y brindar con el artista”; desde ese momento, se opone al zarismo, oposición que se acrecentaría con el transcurso del tiempo. Lo demuestra su espinosa correspondencia (Acantilado, 2008, traducción al español de Selma Ancira) con el “liberal” Alejandro II, que había ordenado allanar su casa en 1869; y la demoledora epístola que le envía a Nicolás II, en 1902, donde lo acusa de tirano que masacra al pueblo: “las multitudes que le aplauden, no van a verlo, van a ver un espectáculo, una mascarada”. Esta carta está dictada tres años antes del Domingo Rojo y es un quindenio anterior al estallido de las revoluciones del 17, lo que nos advierte acerca de su crudo y certero análisis. No era de extrañar que Nicolás II presionara al Patriarca ortodoxo para organizar su excomunión y que además ordenara prohibir la Sonata a Kreutzer; “su Cristo no es el nuestro”, dijo el zar. La cuestión venía de lejos: en 1889 el conde Tolstói había hecho un llamamiento para que se perdonara la vida a los anarquistas que asesinaron a Alejandro II, apelando a la misericordia cristiana. Esto colmó la paciencia del zarismo, que sin embargo no pudo atentar contra su vida porque era considerado casi un santo.

Si bien Tolstói pidió a Dios que lo librara de su personaje más conseguido, Anna Karénina, siempre fue un orgullo para él la epopeya de Guerra y paz. Al principio fue publicada en capítulos por el magnate Mihail Katkov en el Noticiero de Moscú, entre 1864 y 1869, consiguiendo miles de lectores que se triplicaron cuando la novela se editó en cuatro tomos. Este inmenso tapiz comienza a urdir su trama sobre 1804 y finaliza antes de la revuelta de los decembristas del 25. En ella se dibuja un heraldismo trágico compuesto por familias aristocráticas, reales o inventadas, porque la frontera entre imaginación y realidad es difícil de discernir a lo largo de páginas que describen la invasión napoleónica a Rusia mejor que cualquier manual al uso. Guerra y paz es seminal, sesuda, madre fundadora de la novelística mundial. En definitiva, una obra maestra.

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