En el mar de las palabras
Para mí, los mejores momentos académicos están, precisamente, en la labor dentro de las comisiones delegadas para el Diccionario: allí he podido constatar cómo las palabras modifican a lo largo del tiempo su sentido y su significado, y es fascinante para un narrador descubrir esas peculiares mutaciones. Como la próxima edición del Diccionario saldrá pronto, ahora, en lugar de trabajar con las palabras agrupándolas según la especialización de cada comisión —ciencias sociales; vocabulario científico y técnico; ciencias humanas; cultura…— estamos haciendo un recorrido puramente alfabético, para señalar los aspectos que en la siguiente edición deberían mejorarse, y esa especie de “vuelo rasante” nos depara descubrimientos insólitos, vocablos que se han quedado agazapados, localismos privilegiados, acepciones que requieren un enfoque diferente…
Cada comisión está apoyada por una persona experta en lexicografía, que tiene a su inmediata disposición innumerables registros lingüísticos y literarios, y en la mesa de trabajo utilizamos numerosos diccionarios, incluidos los redactados en lenguas diferentes de la española. Y discutir sobre una acepción es sumergirnos en el mar de las palabras, sentirlas vivas y palpitantes, lo que nos mantiene absortos y entusiasmados.
Otros momentos insustituibles para un narrador son aquellos en los que, en un pleno académico, los miembros de la corporación proponemos la incorporación de nuevos vocablos o la modificación de alguno ya existente, y se produce un improvisado debate. La literatura ha fijado el del “sabio” entre sus innumerables arquetipos; pues bien, allí podemos ver y oír a esos sabios expresarse con toda naturalidad, en una demostración de conocimientos que puede remontar el origen de una palabra al sánscrito y hacerla recorrer un asombroso itinerario cultural y territorial. En esos momentos fulgura la sabiduría sin que haya mediado preparación formal alguna, y sentimos que las palabras tienen cuidadores muy atentos.
En mi caso, además, se da la circunstancia de que, por ser tesorero de ASALE —la Asociación de las Academias de la Lengua Española que comenzaron a nacer en el siglo XIX, creada en México en 1951, y que integra 22, incluidas la Española, la Filipina y la Norteamericana— tengo una relación especial con ella, pues la sede de su secretaría está en la propia RAE, y me siento muy cercano a esa singular fraternidad lingüística mundial, que representa quinientos millones de hablantes de español.
Nunca pude imaginar hasta qué punto la palabra, el elemento fundamental de mi trabajo de escritor, acabaría conformando mi experiencia cotidiana.
José María Merino es vicesecretario de la Real Academia Española.