Final de trayecto
Por desgracia, desde que los teléfonos móviles invadieron la Tierra los viajes en tren han dejado de ser una experiencia para convertirse en un trámite incómodo. ¡Y menos mal que han desaparecido los compartimentos, porque hoy sería insufrible viajar en uno de aquellos habitáculos, torturado por politonos y conversaciones inanes!
Desde que apareció la máquina de vapor, los trenes han venido entrando en la narrativa universal con frecuencia y regularidad. Unas veces como símbolo de esperanza y otras veces como el presentimiento de una pesadilla. A la optimista visión que destila “007”, un cuento de Rudyard Kipling en el que todos los personajes son locomotoras, se opone la sombría mirada de “¡Adiós, Cordera!”, el célebre relato de Leopoldo Alas, con aquel tren que se llevaba a la vaca Cordera y liquidaba la infancia edénica de Rosa y Pinín. En tren también vinieron los sueños de Anna Karenina, encarnados por Vronsky; y un tren se los llevó por delante.
El tren daba mucho juego. Por una parte reproducía la variedad social, era una especie de mar en el que podía desembocar el río de cualquier vida sin necesidad de dar explicaciones. Los escritores podían elegir a los elegantes viajeros de primera clase como protagonistas de un Asesinato en el Orient Express, o tejer una red interclasista de relaciones humanas, como hace Graham Greene en El tren de Estambul. Por otra parte, era un espacio pequeño y acotado que permitía tener a todos a mano, y hacerlos aparecer como en el teatro sin más justificación que la de una salida al pasillo para estirar las piernas porque el trayecto era muy largo.
Pero el tren no sólo servía para hacer trayectos; era también un espacio que favorecía la comunicación entre personas desconocidas. Y eso fue lo que atrajo a los novelistas. Dos vidas tan distintas como las de Charles Anthony Bruno y Guy Haines, los protagonistas de Extraños en un tren, de Patricia Highsmith, sólo podían coincidir con verosimilitud en un tren de la Era Analógica.
En un tren de la Era Digital, Bruno y Guy se hubieran tapado los oídos con auriculares o se habrían pasado el viaje hablando por el móvil; nunca hubieran hablado. Y el señor Aghios, el personaje de Italo Svevo en Corto viaje sentimental, habría hecho el trayecto de Milán a Trieste absorto en esas películas que las compañías de ferrocarril programan para que el viajero no se aburra; no habría cruzado una palabra con nadie, y no se habría conocido a sí mismo, como sucede en la novela de Svevo, a través de las conversaciones que mantiene con los otros. Y los politonos no habrían dejado a León Delmont, el personaje principal de Michel Butor en La modificación, ensimismarse y emprender ese viaje interior —del presente al pasado, del pasado al futuro, y del futuro otra vez al presente— que acaba modificando su vida durante el trayecto París-Roma.
Con las distracciones digitales, el tren ha dejado de ser aquel espacio que invitaba al ensimismamiento o a la conversación con el extraño, así que es normal que vaya desapareciendo poco a poco de la literatura. Hoy si necesitamos que un personaje reflexione en silencio mientras viaja lo mejor es subirlo a un avión. Y si queremos que converse con extraños, hay que abrirle una cuenta en twitter.