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Hijos de la Transición

Ignacio Martínez de Pisón  |  Firma invitada · Mercurio 178 - Febrero 2016
  • In Firma invitada · Mercurio 178
  • — 25 Ene, 2016
© Astromujoff

© ASTROMUJOFF

Nos sentimos orgullosos de nuestros abuelos, que resolvieron sus diferencias a cañonazos, y nos avergonzamos de nuestros padres, que se esforzaron por llegar a acuerdos. Esta reflexión, que no es mía sino del editor Miguel Aguilar, resume bien las contradicciones en las que a menudo incurrimos cuando interpretamos nuestro pasado colectivo. Necesitados de épica, volvemos la mirada hacia aquellos que fueron capaces de arriesgarlo todo por construir un mundo mejor, más justo y más libre, y seguramente olvidamos que en ese mundo mejor por el que ellos lucharon nadie tendría que arriesgar nada por disfrutar de la justicia y la libertad: un mundo en el que la épica fuera innecesaria.

De estas paradojas se nutren las corrientes de pensamiento más reticentes con la Transición, las que suelen rebautizarla como Transacción. La palabra viene de transigir, que la RAE define como “consentir en parte con lo que no se cree justo, razonable o verdadero a fin de acabar con una diferencia”. ¿No era de eso de lo que se trataba? De transigir todos, de ceder todos algo para no recaer en el viejo cainismo español. Y lo que cedió la derecha no fue poco: a cambio de que se respetaran los símbolos (monarquía, bandera, himno), la sociedad española entraría en la senda que llevaba a la plenitud democrática.

Es verdad que en mitad del recorrido nos colaron algunas cosas de tapadillo. La tutela del nuevo régimen por parte de un ejército formado en el desprecio al parlamentarismo se mantuvo en vigor durante años. La Iglesia, cómplice inveterada de la dictadura, se las arregló para mantener casi intactos sus privilegios. Y la amnistía, una de las reivindicaciones más coreadas de aquel momento, acabaría sirviendo para que el franquismo se amnistiara a sí mismo, lo que a la larga ha impedido que cicatrizaran antiguas heridas y cerrado en falso el debate sobre la memoria histórica.

Tiene algo de presuntuoso que luego los políticos fueran por el mundo exportando nuestro modelo de Transición. La cosa salió como salió, con sus chapuzas, con sus improvisaciones, con algunos errores que el paso del tiempo ha agravado, así que tampoco era para ponerse a dar lecciones de democracia. Pero es muy fácil jugar a las revoluciones retrospectivas y soltar aquello de “yo esto lo habría arreglado así o asá”. Para analizar los procesos históricos hay que empezar por poner las cosas en su contexto. Lo cierto es que Franco murió en la cama después de casi cuarenta años de dictadura militar. Reconozcámoslo: aquí el antifranquismo fue, en buena medida, póstumo. Los “así” y los “asá” que a toro pasado pueden parecer viables eran, en esas circunstancias, inimaginables.

La débil democracia española echaba a andar rodeada de amenazas: terrorismo, crisis económica, golpismo. Que solo diez años después de la muerte del dictador España fuera aceptada como miembro de la CEE y disfrutara de una democracia consolidada tiene algo de proeza, sobre todo si lo comparamos con el único antecedente histórico que puede servirnos de referencia, la Segunda República. Los políticos republicanos dispusieron de muy poco tiempo para reparar los muchos yerros heredados, y la cosa acabó como acabó, con los españoles obligados a convertirse en héroes para merecer ese mundo mejor en el que la epopeya fuera innecesaria. Vuelvo a citar a Miguel Aguilar, que en un artículo nos animaba a sentirnos más orgullosos de ser hijos de la Transición que nietos de la Guerra Civil, “porque el pacto mancha menos que la violencia aunque no tenga tanto prestigio, y a menudo es más noble y más valiente”.

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