La bondad radical
Por tanto, si con sinceridad quiero abordar su figura he de borrarle el don (aunque lo respete como si lo usara), el título de maestro (aunque lo posea), y casi hasta el apellido, y llamarle por su nombre de pila, Emilio. Porque además posee este profesor de filosofía el don de la jovialidad, que le confiere un aire de juventud perpetua. A mi vecino Emilio me lo suelo encontrar algunos jueves frente al Retiro, él, camino de la Real Academia y yo de la radio. Pulcro y elegante siempre, aunque él atribuya los méritos de su indumentaria armoniosa a los cuidados de sus hijas, que lo llevan siempre hecho un pincel. Es encantador y discreto. En una misma conversación combina su honda preocupación por la decadencia de la educación en España con el amor profundo que siente por sus nietos. En realidad, sabe conectar esos dos conceptos, ya que observando cuánto de geniales tienen esas criaturas a las que quiere tanto se pregunta cómo se puede desperdiciar el talento infantil por el desprecio de los políticos a la educación igualitaria y a las humanidades. Háblale de los planes de estudio, de cómo va disminuyendo cada año que pasa la presencia de las artes y las letras en los programas educativos, y te encontrarás al hombre furioso e indignado, aunque como su decoro natural le impide vociferar, tiene la peculiaridad nuestro hombre de gritar en voz baja. Pero grita. Y es un radical en la defensa de una educación que llegue por igual a los desfavorecidos; un radical en su implacable reivindicación del lenguaje como arma social que debiera concederse, en primer lugar, a aquellos que están condenados a la exclusión: “La educación debe ser necesariamente única e idéntica para todos”. Si cundiera el ejemplo académico del profesor Lledó y el comportamiento cívico de Emilio viviríamos en un país más justo. Cuando lo veo entrar en el Retiro, tras despedirnos en esa esquina nuestra, pienso en cuán necesaria nos sería la multiplicación de su figura: un profesor así en la elaboración de los planes de estudio, en los claustros de los centros, pastoreando a tantos profesores desconcertados, aconsejando a los ciudadanos que no sabemos cómo ser dueños de nuestro destino qué hemos de hacer para ser más libres. Lledó aporta una idea valiosa y esencial, que hay que meditar para saber hacer uso de ella. Nos insta a ser poseedores de un lenguaje propio, no prisionero de jergas: “Hay que creer en la identidad que tenga uno con su propia decencia. El lenguaje que yo hablo y yo digo, y que representa mis verdades y mis equivocaciones”. Radical y bondadoso, el profesor Lledó, el amigo Emilio.