Ligero de equipaje
Cualquier aficionado a viajar sabe que el equipaje es clave en todo periplo, sobre todo si es largo en el tiempo y el propósito es moverse mucho e ir de un sitio para otro sin descanso. Dice un antiguo proverbio español que, en un viaje, incluso una pluma pesa demasiado, lo que significa que hay que aprender a hacer bien el equipaje. A mí me sucede siempre lo mismo: estudio bien lo que debo llevar y lo que está de más, planifico con pulcritud el contenido de mi bolsa, me largo y, al poco tiempo de andar por ahí, me doy cuenta de que hay un par de cosas que no sé para qué demonios llevo conmigo. Estoy seguro de que no existe el equipaje perfecto. Si alguien diese cursos de cómo enseñar a hacerlo, conmigo tendría ya un cliente. Digo esto porque viene a propósito de las guías: que pesan mucho. Y si es ya un engorro cargar con una pluma, ¿qué no será llevar una guía en la bolsa? Por eso, mi sistema consiste en destrozarlas. Me explico.
La guía de viaje, ya dije, es un instrumento útil, pero es un objeto que se vuelve inútil muy pronto. Son libros fungibles, esto es: pasan dos años y no sirven para nada. ¿Por qué? Pues por razones evidentes: hay hoteles y restaurantes que han cerrado, trenes que ya no se utilizan, líneas aéreas quebradas, barcos que han dejado de operar, precios que han subido (casi nunca bajan) y cambios políticos que transforman las fronteras. Por ejemplo, ¿para qué serviría hoy una guía de la antigua URSS o de la vieja Yugoslavia o de la Alemania anterior a 1989? Son naciones transformadas hace años, como consecuencia de la caída del universo comunista y del fin de la Guerra Fría.
Con ello quiero dejar claro que, en mi opinión, una guía no es un objeto para conservar y venerar como un libro, sino una suerte de material de usar y tirar… que, vuelvo a decirlo, pesa mucho.
Yo estudio bien los lugares adonde pienso ir. Y entonces, una vez decidido mi itinerario, voy arrancando las hojas de la guía que me serán de utilidad y el resto del texto va a la papelera. Es cierto que, a menudo, me gusta cambiar los itinerarios e improvisar parte del viaje. Pero en la improvisación está la sorpresa, que es la salsa de todo viaje, y caminar abrazado por la ignorancia tiene también su encanto. A menudo, mis mejores experiencias viajeras me las ha proporcionado la improvisación.
Arrancadas las páginas útiles y desechadas las inútiles, el libro suele quedar en una tercera parte y es más manejable.
Y ahora viene una segunda parte. Yo siempre viajo para escribir a mi vuelta. Y cada día voy tomando notas en mi cuaderno de bitácora. Quiere decirse que anoto lo sustancial de lo que veo y de lo que leo. De modo que las hojas de la guía que llevaba conmigo me van sobrando según abandono los lugares sobre los que informaban. Y van al fuego.
Siempre viajo con ropa usada, que voy soltando en el camino según se acerca el día del regreso; también, en los últimos días regalo los medicamentos de mi botiquín; y tampoco compro recuerdos, siguiendo el consejo de John Huston cuando decía: “a mi edad no compro nada que no se pueda beber”… Por todo ello, entro en Madrid “casi desnudo, como los hijos de la mar”.
¿Mis guías? En España, las de Anaya Touring. Y para el extranjero, Lonely Planet.