Todo pervive
—política y estilística— y la literatura se nos marca en la piel más persistentemente que la musiquilla de los anuncios: sufro la visión de un agonizante cuyo último recuerdo es el recuerdo auditivo de un jingle. Zúñiga, en sus relatos sobre la Guerra Civil, practica un doble movimiento inductivo y deductivo, centrípeto y centrífugo, microscópico y de gran angular. Como no confío en la memoria de mis viejas lecturas ni quiero decir generalidades, emulo el procedimiento creativo del autor y me detengo en el relato que abre Largo noviembre de Madrid, “Noviembre, la madre, 1936”: tres hermanos regresan al hogar para repartirse los restos. Quedan cascotes de lo que llamamos “condición humana”. Desde la mezquindad de quien aspira a conservar su estatus hasta cierto rescoldo de luz.
En este cuento el narrador en primera persona es un testigo del pasado que no se siente único. Forma parte de una comunidad vencida: “Así éramos entonces”. Ese yo, que anula la falsa oposición entre el individuo y la primera persona del plural, retoma la fibra de memoria de la escritura para definir a los fantasmas. Adopta una posición en la entropía de la guerra. No difumina los contornos, sino que compone un efecto melódico antiletárgico: ofrece una visión simultánea de la catástrofe y de un esplendor con reverso oscuro. Zúñiga cuenta que todo pervive. La voz escanea la anécdota común de esos hijos que vuelven con el temor de no recuperar sus sueños —los sueños suelen ser posesiones—, y al final del relato se aparta de lo tangible para declamar verdades en grandes letras sobre conceptos enormes: guerra, ignominia, destrucción, heroísmo, herencia, derrota. La razón de la esperanza. Zúñiga opera como el cuentista profesional que conoce el valor del expresar sin decir, pero después abandona el prestigiado territorio de la sugerencia para enfangarse con palabras abstractas que escribe con precisión para no caer ni en la grandilocuencia ni en el histrionismo. En retumbantes oquedades. El diagnóstico de un narrador testigo, quizá el propio Zúñiga, se aferra a la razón de la esperanza después de recorrer con prosa alucinada, acumulativa, nebulosa, una ciudad que también está rodeada de niebla por la distancia del recuerdo y el humo de las bombas. La violencia levanta una polvareda desconcertante que la escritura reproduce y limpia; bajo la sinrazón del fratricidio subyace la lógica económica: el trabajo manual de los obreros y obreras de Peña Grande hace la vida más fácil a los señoritos que leen el periódico en los cafés del centro de Madrid. Los relatos de Zúñiga no se entienden si, además de activar compasión y memoria, no se activa el concepto de lucha de clases y la cartografía urbana del dinero.
Madrid es una madre que, pese al hambre y el dolor, asume la importancia histórica de su padecimiento. La lucidez, la “conciencia clara y objetiva”, es la de una mujer de su casa: “Si toman Madrid, matarán a todos”. En el Madrid de la guerra la gente vive la destrucción del hogar: el derribo del orden y la simetría funciona como metáfora de los estragos de la guerra contra el calor, la belleza, la seguridad. Hoy otras violencias dejan también a muchas familias a la intemperie. Los mismos perros con distintos collares. La inhumanidad pervive y la escritura de Zúñiga barre la ciudad en su ruina, aparta el polvo con la mano, llega a una conclusión: hoy hay razones para que todavía nos duela.