Un detective inútil
Zarco también es muy suyo: sus vulnerabilidades, dependencias afectivas y su carácter enamoradizo lo transforman en un investigador torpe que a duras penas logra ver lo que tiene delante. Contempla en primer plano una vagina prensil, la mirada perversa de una niña que tortura a su peluche o el dedo gordo de un pie como fetiche, y esas imágenes, agigantadas, le impiden percibir: especulación, desigualdad, racismo, falta de fraternidad, abandono de los débiles, codicia empresarial o de familia. La ceguera de Zarco es antipática —¡Zarco somos todos!— y su amor una forma de egoísmo. Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio: Zarco lleva incorporada, a modo de microchip en el occipucio o de Pepito Grillo intravenoso, a la que fue su costilla sentimental, la coja Paula. La violencia y la seducción de sus diálogos pretenden ser metáfora del género mientras el detective gay observa los pezones de Pauli como si fueran dos ojos: “Son unos pezones muy entretenidos”. Zarco resulta de la creencia en que las palabras sirven para ver mejor —abuelita de Caperucita— o para emborronarlo todo. De la ambición de devolverle al género negro una incomodidad que lo active como herramienta política: el mercado lima los filos de lo negro-criminal transformándolo en música de ascensores.
Todo esto pasa a formar parte del personaje a través del filtro del humor. No de la ironía. La diferencia tiene que ver con la posición desde la que se habla: el irónico lo hace desde arriba; el humorístico mira desde el suelo para verles el badajo a las caballerías en la batalla y las bragas cumplidas a las señoras en los bailes cortesanos. El lado soez de la realidad, el que no lleva almidón ni se cubre de una apariencia que es la esencia de las cosas, se revela desde el ángulo subterráneo del humor. Contra el humor inteligente, que crea sectas, reivindico ese humor zafio que saca a la luz nuestras vergüenzas y nuestro auténtico retrato de Dorian Gray. El humorismo de Zarco nace de su inutilidad profesional, cívica y vital. Del cúmulo de sus contradicciones y de su involuntario consumo de Fanta de naranja. De una incapacidad para la acción incompatible con su oficio. De su vanidad y su empeño loco. De su confusión entre lo vivo y lo pintado, y de su deseo de vivir en el decorado de una película de Fritz Lang mientras todo ocurre a su alrededor sin que él se percate. El humor es el lenguaje del texto y el efecto cómico es proporcional a la capacidad innata de Zarco para caer mal a los lectores. Para hartarlos e incordiarlos con su amaneramiento y su verborrea en una época de discurso literario anoréxico —exquisito y sutil, económico— en la que el exceso está tan mal visto.