Un diccionario de carne y hueso
Cuando la gente se dirigía a Saturnino para preguntarle algo, él, o bien emitía un gruñido indescifrable o bien miraba para otro lado. Parecía sentirse incómodo o aburrido, pero la verdad es que era un ser impenetrable. De vez en cuando, lanzaba una pequeña carcajada burlona, sin ruido, que quedaba ahogada en la garganta. Una vez pilló a un tipo robando las obras completas de los Beatles y quiso llevárselo al sótano para, palabras textuales, “correrle a latigazos”. Pero a veces —y esto es lo que me hace acordarme ahora de María Moliner y de su diccionario— se le desataba la lengua y entraba en un trance locuaz y creativo, en el que su gran maestría consistía en utilizar una única palabra (“pingar”) para designar casi todo.
Pingar era levantar o transportar un piano (“pinga por ahí, que yo pingo por esta esquina”), era salir a tomar algo a media mañana (“¿te vies a pingar una caña?”), era llorar (“mi señora se ha pasao toda la mañana pingando, ¡la madre que la parió!”), era soplar (“pinga la gaita esta, a ver como suena”), era comer, echar la siesta, pasear, reír… A través de esa única palabra, Saturnino había creado todo un universo lleno de connotaciones y ricas evocaciones, generando curiosas metamorfosis del lenguaje, una especie de cuerpo y música con entidad propia.
Poco antes de terminar mi novela, me casé. Entre sábanas, toallas, cuberterías y marcos de fotos, descubrí un regalo distinto: los dos tochos del Diccionario de uso del español de María Moliner. Y, como es lógico, me lancé a buscar con frenesí la palabra comodín de Saturnino. La entrada decía así: «pingar: 1. Estar suspendido. Colgar, pender. 2. Quedar el borde de una prenda de vestir, particularmente un vestido o una falda, más largo por una parte que por otra: ‘El vestido te pinga’. 3. Gotear una cosa empapada en algún líquido. 4. Levantar la bota para beber. Empinar. 5. Inclinar. 6. Saltar (dar saltos)».
Al acabar de leer la definición (¡todas las acepciones que yo creí inventadas por el mozo de la tienda estaban ahí!), seguí pasando páginas: me pareció estar rozando con la yema de los dedos un viento poderoso que ya no fui capaz de detener. Un nuevo universo, sin tautologías ni muletillas, con ejemplos, asociaciones y divertidos adjetivos para combinar con verbos se abría ante mis ojos. ¡Aquellos dos tochos casi podían ser leídos como novelas!, y lo mejor es que Saturnino también estaba allí, con sus múltiples evocaciones y su frescura. No me atrevería a decir que desde entonces no tenga que salir de casa para buscar a mis personajes, pero sí que darse una vuelta por el María Moliner ayuda mucho a la hora de escribir ficción: en él palpita la vida como en un personaje de carne y hueso. Y es que, como dijo Umbral, hay que respetar todos los diccionarios pero leer —más que consultar— el de María Moliner.