Una ética para la incertidumbre
La evolución de la medicina tradicional hacia la llamada “medicina genómica” es una realidad imparable. En términos generales, constituye un progreso del conocimiento que hay que celebrar por el campo de aplicaciones terapéuticas que vaticina. Hoy la gente sabe que la mayoría de las enfermedades tienen un determinante genético, determinante que, sin embargo, interactúa con otros genes, con el ambiente o con el azar. Son muy pocas las enfermedades llamadas “monogenéticas”, a saber, que están causadas únicamente por la mutación de un solo gen, o por la alteración de un cromosoma, como ocurre con el síndrome de Down. Tal grado de certeza se alcanza en casos muy limitados, los únicos que hoy por hoy permiten diagnosticar con precisión ciertas patologías. En otros muchos casos, el conocimiento del gen causante, por ejemplo, del cáncer de mama o la esquizofrenia, no permite diagnosticar que la persona que tiene ese gen desarrolle efectivamente la enfermedad en cuestión.
No solo un supuesto “mejoramiento” genético de la humanidad es técnicamente imposible, por ahora, sino que debemos andar con mucha cautela a la hora de establecer distinciones entre lo mejor y lo peor, lo normal y lo anormalLos genes influyen en la salud, y también en la identidad, en la sexualidad o en el carácter de las personas. Pero influir no es determinar. Con las plantas o con los animales, los experimentos son lícitos, amplían el saber y pueden ser útiles. Con los seres humanos la ética impone cautela y precaución antes de establecer relaciones de causalidad no contrastadas. Los genes apuntan probabilidades, pero no una identidad ni un destino claro. El interesante libro de Siddhartha Mukherjee, El gen. Una historia personal, alerta de la tendencia a establecer vinculaciones apresuradas que lleven a utilizar el diagnóstico genético prenatal como una práctica para producir únicamente individuos sanos y normales. No solo un supuesto “mejoramiento” de la humanidad es técnicamente imposible, por ahora, sino que debemos andar con mucha cautela a la hora de establecer distinciones entre lo mejor y lo peor, lo normal y lo anormal.Desde siempre, la filosofía se ha planteado cómo hay que interpretar ese mundo “mejor” al que aspira la ética. ¿Qué es “mejor” y quién está autorizado para decidirlo? No se trata de abundar en el relativismo. Aspiramos con razón a una ética universal, a respuestas comunes para los problemas que nos afectan a todos. La paradoja es que el conocimiento avanza en un sentido proporcional a la incertidumbre que ese mismo conocimiento genera. No por saber más ni por dominar más técnicas tenemos la seguridad de que su aplicación alumbrará el mundo mejor al que aspiramos. Por eso hay que agarrarse a la convicción de que las líneas morales, los límites de la normalidad, no deben fijarlos los individuos atentos más que nada a sus intereses particulares. El “deber ser” ético solo se construye poco a poco, a través de un acuerdo universal entre culturas. Un acuerdo sometido a control y revisión constante.