Una importancia inmensa
Aunque cuando se habla de literatura infantil y juvenil una de las cosas que llama la atención es el desprecio que inspira a bastante gente. Un desprecio superficial, imposible de argumentar y, por ello mismo, jamás argumentado de forma convincente. ¿Acaso hay una ley que dicte que son buenas las novelas adultas y malas las juveniles? No, no existe esa ley, entre otras cuestiones porque las fronteras pueden resultar muy difusas. Pienso, por ejemplo, en Orzowei, de Manzi, que a mí me encantó con doce años, y volvió a hacerlo al releerla mucho tiempo después. Novelas dirigidas a un público adulto han pasado a ser juveniles, y hay novelas juveniles mucho más profundas e inspiradoras que ciertas novelas adultas. Dice C.S. Lewis en La experiencia de leer: “¿Qué decir de la crítica que tanta importancia atribuye al hecho de ser adulto, y que pretende llenarnos de miedo y de vergüenza por cualquier placer que podamos compartir con los más jóvenes?”. Los prejuicios suelen basarse en miedos, y tienen la ventaja de que permiten ahorrar mucho tiempo y esfuerzo. El esfuerzo de leer, de pensar, de opinar, de discriminar.
Al abordar una novela juvenil intento no rebajarme como escritor, no renunciar a nada. Mi ambición es traspasar sus supuestos límites, llegar a esa frontera difusa, que pueda gustar a un lector de quince años, pero también a sus padres o a sus profesores, siempre y cuando se trate de adultos que no estén sujetos a los prejuicios a los que alude la cita de Lewis. O a uno de doce, y haberla escrito de manera que brinde a esos mismos adultos la posibilidad de disfrutarla desde un plano diferente.
Los protagonistas de todos mis libros juveniles son adolescentes. Varios transcurren en la época actual, pero Por el camino de Ulectra se desarrolla en un mundo futuro en el que a la gente ya no se le enseña a leer, y El capitán Miguel y la daga milanesa, que aparecerá a primeros de 2015, es una novela de aventuras en la España del XVI, con un toque fantástico y apropiada, sobre todo, para chicos de doce o trece años. Procuro que el ritmo sea vivo, el ritmo de lectura, no necesariamente el de la acción, que haya humor, que una cierta nobleza e inocencia —que no estupidez— bañe a los personajes, que aprendan algo sobre el mundo y sobre sí mismos, que reflexionen, sin caer en la moralina, que sean individuos y no arquetipos. Intento encontrar un estilo limpio, aunque no plano, un vocabulario suficientemente amplio, aunque nunca rebuscado. En literatura odio por igual lo descuidado y lo ampuloso. La voz que busco debe ser cercana a los personajes; y si el narrador tiene más experiencia que ellos, debe al menos mirarlos desde la comprensión y no desde la superioridad. En cuanto al desenlace, es la propia historia, su espíritu, quien debe encontrarlo.
Y si me preguntaran qué importancia tiene la literatura juvenil, yo diría que inmensa, porque es la de los lectores a los que se dirige.