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La experiencia de la naturaleza, que tiene un papel fundamental en
Hojas de hierba, proviene de la infancia de Walt Whitman. Nacido en West Hills, un caserío rural de Huntington, en el centro de Long Island (Nueva York), el futuro poeta experimentó desde sus primeros años el deslumbramiento y los placeres de una naturaleza agreste, cuyo protagonista era el mar. Luego se movería poco —solo hizo un viaje largo por los Estados Unidos: en 1848, a Nueva Orleans, a donde había sido enviado para lanzar un nuevo periódico, el
Daily Crescent, que le dio a conocer los vastos paisajes del Misisipi y, a su regreso, los Grandes Lagos y la Bahía del Hudson—, pero aquellos paseos y excursiones por los campos y playas de Paumanok (como él llamaba, con el nombre algonquino, que significa “con forma de pez”, a Long Island), en los que, “descalzo, con los pantalones arremangados”, almejeaba, y cazaba anguilas, y cogía huevos de gaviota, y que recordaría tanto en su poesía como en
Días ejemplares de América, marcaron para siempre su visión del mundo.
Para Whitman, la naturaleza, intacta, grandiosa, palpitante, define el Nuevo Mundo que se ha propuesto cantar. Lejos de la condición petrificada y ornamental que advierte en laslíricas precedentes, la naturaleza ha de presentarse “sin freno, con su energía primigenia”Para Whitman, la naturaleza, intacta, grandiosa, palpitante, define el Nuevo Mundo que se ha propuesto cantar. Whitman abomina de la naturaleza petrificada y ornamental que advierte en las líricas precedentes. La naturaleza ha de presentarse “sin freno, con su energía primigenia”, como dice en el poema 2 de
Canto de mí mismo. Y también con ubicuidad, porque la naturaleza está en todas partes,
habla en todas partes. La realidad natural se impone, en la poesía de Whitman, con la frescura de su inmediatez, de su aquí y ahora, de la multitud de formas y colores de un mundo exuberante y contradictorio —lo que la distingue, por ejemplo, de las románticas “A una alondra”, de Shelley, y “Oda a un ruiseñor”, de Keats, en las que predomina el ensimismamiento—, pero convive o está impregnada de trascendencia. En
Hojas de hierba comparecen los paisajes de Norteamérica —esos paisajes que vio poco, pero de los que supo por lecturas e informaciones que se procuraba con afán—, los bosques y cordilleras, los lagos y costas, las praderas y los campos, y todos sus habitantes, desde el trébol hasta la ballena, junto con ese otro elemento propio de la modernidad literaria que es la ciudad. Whitman incorpora la gran urbe de Nueva York a la naturaleza naciente y desaforada que entendía metáfora —o correlato— del hombre nuevo llegado con la instauración de una América no sujeta a las convenciones y jerarquías de la aristocrática Europa, libre, unida, plural y democrática. Su incorporación de la fauna y la flora a la literatura que escribía obedece también a un impulso contemporáneo: el reconocimiento de la alteridad animal, su constatación del valor ontológico de la vida salvaje. Ese reconocimiento, sin embargo, no es pleno todavía; no podía serlo. Whitman sigue subordinando el cosmos natural al señorío del hombre, que lo domina y explota, y a su propio yo proteico, que lo dota de significado: que lo humaniza.
La naturaleza, en la visión trascendentalista de Whitman, inspirada por Emerson, tiene alma, como el universo mismo: todo participa de un principio espiritual único, al que también se supedita el hombre. La naturaleza, como el universo, es fluida, cambiante: evoluciona. Pero persigue un propósito: una perfección futura, que resulta coherente con la visión del progreso aceptada en su época. La fuerza que alienta ese propósito, no obstante —y por creerlo así recibió críticas feroces—, es sexual: el amor —su personal adhesividad— conduce a la unión, tanto de los individuos como de la sociedad. La naturaleza, en fin, es divina y benévola: “la Naturaleza continúa”, escribe Whitman en “Canción a la puesta de sol”, “la gloria continúa, / […] porque no veo ni una sola imperfección en el universo”.