Amigas del libro
No es sólo el descubrimiento casual lo que vincula la novela largo tiempo inédita de Irène Némirovsky, la hoy justamente célebre Suite francesa, con las extraordinarias memorias de Françoise Frenkel, que sí llegaron a publicarse (Ginebra, 1945) pero cayeron en el olvido hasta que un lector de Gallimard encontró un ejemplar de la primera edición en un mercadillo de Niza. Publicada por Seix Barral con prólogo de Patrick Modiano, Una librería en Berlín recupera a una autora de la que no sabemos mucho más —ni siquiera se conserva un retrato— de lo que cuenta en este conmovedor testimonio donde deja constancia no tanto de su itinerario profesional, al que dedica unas pocas páginas, como de su azaroso peregrinar por el sur de Francia —el título original, Ningún sitio donde posar la cabeza, refleja mejor el contenido del relato— en la que como tantos otros expatriados europeos se había refugiado para escapar de los nazis. Polaca de ascendencia judía, Frenkel abrió en 1921 la primera librería francesa de la capital alemana, La Maison du Livre, que regentaba junto a su marido Simon Raichenstein y llevó en solitario desde que este, a quien no menciona en ningún momento, huyera de Berlín unos años antes —moriría en Auschwitz— de que lo hiciese ella misma, coincidiendo con la invasión de su país natal por las tropas de la Wehrmacht. Tras la caída de París y el éxodo masivo de sus habitantes, tan fielmente recreado por Némirovsky, Frenkel vagó durante tres años por la zona libre, bajo control nominal del gobierno títere de Vichy, y son esos angustiosos años previos a su llegada a Suiza los que narra con una sencillez no exenta de habilidad narrativa, trazando un vívido fresco que resulta admirable por su serenidad, su contención —ya destacada en la única reseña conocida— y su falta de patetismo. Nos quedamos con ganas de saber más detalles de su experiencia como librera en la anteguerra, pero es lógico que a la memorialista, que salvó la vida de milagro, no le apeteciera hablar de su trato con los alemanes.
El nombre de la librería berlinesa de Frenkel remite al de otra anterior, esta genuinamente francesa, que ha pasado a la historia por su condición de epicentro de la vida literaria parisina durante la primera mitad del siglo XX. Fundada por Adrienne Monnier durante la “otra guerra”, como escribió la librera en Rue de l’Odéon (Gallo Nero), La Maison des Amis des Livres acogió desde sus inicios a muchos de los autores que protagonizaron la edad de las vanguardias, que encontraron en ella y en su colega y amante la norteamericana Sylvia Beach —o también en Gertrude Stein, la llamada “madre del modernismo”— un permanente estímulo gracias a su incansable actividad de editoras, traductoras, mecenas, intermediarias o embajadoras, que en el caso de estas dos últimas se extendía, dada la nacionalidad y su condición de anfitrionas de la Generación Perdida, a las literaturas en lengua inglesa. “Resguardada en sus largas faldas de lana cruda, peinada en corto y de cabeza redonda, la frente tozuda contra toda idiotez y todo esnobismo”, como la evocara Saint-John Perse, Monnier trató de cerca a los principales escritores del periodo, pero su labor al frente de la mítica Casa de la rive gauche no se limitaba al cultivo de las relaciones personales. A propósito de estas, refiere ella que fue uno de los asiduos, el paseante Léon-Paul Fargue, quien acuñó el término potasson para definir una mezcla de gentileza, hedonismo y buen humor que unía a los íntimos —Larbaud, Valéry o el músico Erik Satie— en una luminosa red de complicidades.
La propia Beach hizo en Shakespeare & Company (Ariel) el recuento del itinerario de su establecimiento homónimo, fundado en 1919 cuando la estudiante de literatura, cuyo primer proyecto había sido abrir una librería francesa en Nueva York, decidió, asesorada por Monnier, probar con una librería norteamericana en París, que tras inaugurarse en otro local se trasladó a la misma rue de l’Odéon donde atendía su compañera. La “joven y valiente yanqui”, en palabras de Joyce, tuvo el honor de ser la primera editora del Ulises (1922) —aquella se ocuparía de encargar la no menos laboriosa versión francesa—, una empresa titánica que afrontó no sólo con coraje, pues la novela había sido reiteradamente rechazada por compleja, obscena e impublicable, sino también con tenacidad y paciencia sobrehumanas. En los comienzos de la Ocupación, Beach todavía pudo mantener abierta su librería, pero según recuerda en sus memorias fue la negativa a vender su único ejemplar de Finnegans Wake, la indescifrable obra postrera del irlandés, a un oficial alemán que lo había visto en el escaparate, lo que precipitó el cierre en 1941, así como su posterior deportación a un campo de internamiento —ya convertida en “enemiga extranjera”— del que pudo salir a los seis meses. Monnier la acogería en su casa y ambas cuentan cómo en el 44 recibieron entusiasmadas a Hemingway de uniforme, que había acudido a liberar a sus amigas antes de encaminarse a hacer lo propio con el bar del Ritz.