El dandy sin máscara
Cuando en la primavera de 1890, al comienzo de sus años triunfales, el más famoso esteta de las Islas envió su primera y única novela al Lippincott’s Monthly Magazine, una revista de Filadelfia que se distribuía tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña, Oscar Wilde estaba lejos de sospechar que sólo un lustro después iba a protagonizar una de las más sonadas caídas que registra la historia literaria, desde la cumbre del reconocimiento y el esplendor en sociedad hasta el presidio donde cumplió, tras un sórdido juicio por inmoralidad que arruinaría en vida su reputación y su carrera, una condena a dos años de trabajos forzados. Semejante destino era entonces impensable, pero a Wilde lo acompañaba ya una aureola escandalosa y no es casual que durante el proceso se leyeran párrafos de la novela que para los acusadores probaban la homosexualidad del escritor, el cual ya había tomado la precaución de defenderse de sus críticos en el célebre prólogo a la edición en volumen (1891) donde por lo demás, y por la misma razón, introducía cambios e importantes añadidos —los doce capítulos iniciales se convirtieron en veinte— orientados a rebajar su cualidad obscena en una dirección más convencional y asimilable —el homoerotismo se rebajaba y diluía con la mención a otros pecados— para los pudibundos lectores victorianos. La obra que conocemos fue, en realidad, objeto de una doble censura, primero por el editor de la citada revista y luego por el propio Wilde, antes de su aparición en formato de libro. Como explica la traductora de la versión restituida, Victoria León, el mecanoscrito original de El retrato de Dorian Gray (Reino de Cordelia) permaneció ignorado hasta 2011, cuando Nicholas Frankel publicó una edición anotada que restauraba el texto previo a las dos intervenciones, libre de los cortes y las interpolaciones que trataron de enmascarar la audacia en favor de una lectura moralizante. Podemos ahora apreciar el fulgor prístino de una obra imperfecta, pero todavía transgresora, donde la estética decadente y el hedonismo neopagano se aliaron para defender la causa del amor que no osaba decir su nombre.
Introducida en España por Carlos Barral, la obra de Giorgio Bassani ha contado entre nosotros con buenos editores a los que se ha sumado, desde hace unos años, Acantilado, que está publicando la serie recogida por el autor italiano bajo el título general de “La novela de Ferrara” en una nueva traducción de Juan Antonio Méndez. Tras los relatos que conforman el libro primero, Intramuros (1956), y la conmovedora y espléndida novela corta Las gafas de oro (1958), le ha tocado el turno a la tercera y más conocida entrega del ciclo, El jardín de los Finzi-Contini (1962), popularizada por la película homónima de Vittorio de Sica (1970) que no exime de leer la que ha sido considerada, aunque todas brillen a gran altura, su obra maestra. Entregado a la construcción de un minucioso y melancólico retrato de la burguesía judía en vísperas del advenimiento del fascismo, durante el Ventennio de Mussolini —en el que la tardía e infausta aprobación de las leyes raciales, poco antes del inicio de la contienda, marcaría el punto de no retorno— y la dura e inmediata posguerra, Bassani fue un finísimo escritor de estirpe proustiana que trascendió la propuesta neorrealista, aún en boga por esos años, para cultivar una prosa demorada y enormemente sugestiva que aúna la belleza formal, la penetración psicológica y la destreza en el retrato de caracteres. La truncada relación sentimental del narrador con la joven Micòl, inserta en el marco de un fresco histórico grandioso, se queda grabada en la memoria con la fuerza de las tragedias que no por estilizadas suenan menos verdaderas.
En el contexto centroeuropeo marcado por la crisis de identidad y la obsesión del subconsciente, Hermann Ungar —checo de lengua alemana, como Kafka, con el que a menudo se lo relaciona, aunque a su lado el autor de La metamorfosis podría pasar por guionista de cuentos infantiles— representa la faceta más cruda, tortuosa e inquietante del expresionismo, no apta para paladares delicados o lectores impresionables. Reunida por primera vez en un volumen que sigue, sin los comentarios, la edición alemana de Dieter Sudhoff, la Narrativa completa (Siruela) de Ungar recoge las tres obras conocidas: Chicos y asesinos (1920), Los mutilados (1923) y La clase (1927) —ya publicadas por Seix Barral en la misma traducción de Ana María de la Fuente— a los que se han añadido la crónica negra que apareció en una antología titulada Marginados de la sociedad y los relatos traducidos para la ocasión por Isabel García Adánez. Admirado por Thomas Mann, que no dejaba de estremecerse por la oscura crueldad de sus tramas, Ungar retrata a personajes débiles, humillados, neuróticos o pusilánimes, pero asimismo sádicos, locos o pervertidos, criminales de hecho o en potencia. La represión de los instintos o los traumas no superados conducen al desvarío, pero los enfermos, viene a sugerir de forma no precisamente tranquilizadora, no son tan distintos de los que pasan por sanos.