
Vita Sackville-West (1892-1962), una de las personalidades más fascinantes de la galaxia Bloomsbury, retratada en 1916.
El personaje de la viuda que decide dejar a un lado las convenciones y aprovechar la muerte del marido dominante para vivir a su aire, puede resultar consabido o incluso algo ñoño para los estándares actuales, pero no lo era tanto cuando
Vita Sackville-West, que fue siempre por libre, lo recreó en
Toda pasión apagada (1931). Reeditada por
Alfaguara en la traducción de
Beatriz García Ríos, la novela se hace eco de la impugnación de los códigos victorianos que abanderó la generación de Bloomsbury, en la que la poeta y novelista, que no pertenecía al núcleo duro pero se codeó con él gracias a su íntima relación con
Virginia Woolf, ocupa un lugar peculiar, más excéntrico si cabe en lo personal pero menos osado en lo que a las formas literarias se refiere. La severa autora de
Las olas, diez años mayor que su futura amante, había anotado en su diario, al poco de conocerla, que Sackville-West tenía “toda la soltura de la aristocracia pero sin el genio del artista”, aunque más tarde, fascinada por su personalidad, revisaría en parte este juicio. Es fama que Woolf le dedicó la novela
Orlando —que podría haberse titulado “Vita en el País de las Maravillas”, como señaló el hijo de esta,
Nigel Nicolson, en su biografía de Virginia—, pero la admiración, que era recíproca, no estaba exenta de reparos estéticos, previsibles dada la distancia entre el modernismo acusadamente experimental que practicaba ella misma y la narrativa, avanzada en los temas pero más tradicional en el desarrollo, cultivada por su amiga. Gran retratista de caracteres, Sackville-West logró con el de la anciana lady Slane, la antigua esposa complaciente que recupera la libertad perdida, una de sus creaciones perdurables. Se ha destacado el feminismo implícito en la trama, pero no se trata solo del sexo, sino también de la edad, pues la esperable sumisión de las mujeres era en la vejez tanto más obligada.
Junto a la posterior tetralogía
El final del desfile, traducida hace unos años por
Miguel Temprano para
Lumen, El buen soldado (1915) es la obra más celebrada de
Ford Madox Ford y la narración en la que el autor —colaborador de
Conrad en sus inicios, antes de que la ruptura entre ambos llevara al irritable anglopolaco a hablar de sus
nouvelles a cuatro manos como fruto de una “calamitosa sociedad”— ensayó los desplazamientos en el tiempo y el punto de vista que emplearía también en la serie dedicada a la Primera Guerra Mundial. De nuevo en librerías gracias a
Sexto Piso, que rescata la traducción de
Victoria León en la desaparecida
Paréntesis, la novela de Hueffer, que aún firmaba con el apellido alemán al que renunciaría en la posguerra, fue definida por un amigo del autor —lo cuenta él mismo, encantado de la ocurrencia— como “la mejor novela francesa que se ha escrito en inglés”. Su título original, conservado en la primera frase, era
La historia más triste, pero el editor consideró, sin duda con buen criterio, que no era el más adecuado para un melodrama sentimental que salía a la luz mientras centenares de miles de soldados —el propio Hueffer/Ford fue herido en la contienda— se dejaban la vida en el barro. Nada en el libro es lo que parece y ni siquiera el narrador resulta digno de confianza. Por él, uno de los implicados, sabemos de las relaciones en principio cordiales entre un matrimonio de ingleses, los Ashburnham, y otro de norteamericanos, los Dowell, que entablan amistad en un balneario y poco a poco, a lo largo de casi una década, van dejando ver una intrincada red de miserias, engaños y traiciones. Importan menos los hechos, casi folletinescos, que la sinuosa secuencia de un relato magistralmente estructurado.
Cinco siglos después de su publicación en 1516, la
Utopía de
Tomás Moro sigue siendo objeto de relecturas y nuevas interpretaciones que han mantenido vivo el uso del término —de raíz griega, pero inventado por el humanista inglés con el sentido de no lugar o de (buen) lugar hacia el que las sociedades deberían dirigirse— en los debates contemporáneos. Pocas construcciones intelectuales, incluyendo la República de
Platón o su figuración de la Atlántida, han tenido una influencia semejante en la literatura, el pensamiento o la teoría política, donde la isla artificial de Moro, caracterizada por la propiedad común de los bienes, el imperio de la paz y la tolerancia religiosa, ha multiplicado los ecos o las deformaciones interesadas. Publicada con ocasión del aniversario, la nueva edición de
Ariel presenta la obra en la versión de
Joaquim Mallafrè —traductor del
Ulises al catalán— y la acompaña de varios textos de dos autores de ciencia ficción que proponen una aproximación no arqueológica, el británico
China Miéville y la norteamericana
Ursula K. Le Guin. Tanto la introducción del primero, muy combativa, como los cuatro artículos de la segunda, que se ofrecen en apéndice, resultan algo dispersos, pero tienen interés en tanto que abordan el mito fundacional de Moro desde perspectivas que ponen de manifiesto su actualidad y la justa insatisfacción de la que nace, con sus promesas y sus peligros, el impulso utópico.