Descenso a los infiernos
El centenario de Juan Eduardo Cirlot, autor venerado por una cofradía de fieles que ha mantenido el culto por una de las figuras más heterodoxas de la literatura española contemporánea, ha deparado una valiosa biografía de Antonio Rivero Taravillo —Cirlot. Ser y no ser de un poeta único, galardonada con el Premio Domínguez Ortiz— y el rescate de la única novela, hasta ahora inédita, del también compositor, ensayista y crítico de arte. Publicada por Siruela, el sello que acoge en su catálogo el muy reeditado Diccionario de símbolos y los tres volúmenes de su poesía completa, Nebiros —nombre de un demonio con el que el autor alude a los poderes infernales— fue escrita, como informa su hija la medievalista Victoria Cirlot en el epílogo donde habla de la génesis y recuperación del “manuscrito perdido”, hacia el verano de 1950. Su proyectado editor, el benemérito José Janés, presentó como era preceptivo el original a la censura pero esta, por dos veces, denegó el permiso, pese a la insistencia de Janés y la intermediación de Ruano, incapaces de alterar un dictamen que condenaba la “moralidad grosera y repugnante” del novelista y aducía numerosos párrafos señalados en rojo. Ambientada en los barrios bajos de una ciudad portuaria, entre tabernas y prostíbulos, Nebiros despliega un discurso denso, mórbido, alucinado, que rezuma nihilismo y sitúa a su innominado flâneur en una suerte de katábasis o descensus ad inferos. “Menos erótica que metafísica”, como ha precisado su biógrafo, la rara novela de Cirlot puede relacionarse, de acuerdo con la interpretación de la epiloguista, con la literatura del mal cuyo linaje trazara Bataille, revelando el perfil más oscuro de un escritor que deambulaba aquí entre el sueño y la pesadilla.
Estricto contemporáneo de Kafka, aunque su lengua literaria era no la alemana sino la checa, Jaroslav Hasek es junto al autor de El proceso uno de los grandes de la narrativa centroeuropea, nacido como aquel en la Praga multicultural de antes de la descomposición del Imperio de los Habsburgo y superviviente, por unos pocos años, al denominado finis Austriae. Su magna obra inacabada, que ya fue traducida por Monika Zgustova para Galaxia Gutenberg, se ofrece ahora en una nueva versión de Fernando de Valenzuela con el título de Los destinos del buen soldado Svejk durante la guerra mundial (Acantilado), volcada como su predecesora del original e igualmente recomendable. Vinculado por los estudiosos a autores mayores como Rabelais, Cervantes, Sterne o Diderot, Hasek heredó de ellos el humor y una intención paródica o satírica con la que transmutó su experiencia durante la Gran Guerra —la accidentada marcha del protagonista desde Bohemia al frente de Galitzia reproduce sus propios pasos en la contienda, antes de pasarse al Ejército Rojo— en una de las novelas más divertidas y deslumbrantes del siglo, cuyo potencial subversivo ha conservado intacta su vigencia. Aplicado a las burocracias no sólo militares, el discurso deslegitimador y la actitud risueña y descreída de un “imbécil notorio” como el soldado Svejk —bebedor, charlatán, fingidor, payaso— ponen en cuestión todos los supuestos valores con los que las autoridades de cualquier tiempo justifican el orden o el desorden, encubriendo el absurdo con palabras grandilocuentes. No en vano fue el checo autor predilecto de un Bohumil Hrabal que heredaría de su compatriota —“Hasek me enseñó a preferir la vivencia al saber puro”— algo más que la desmedida afición por la cerveza.
Publicada por Periférica en una ya desusada encuadernación en tela con la que la editorial celebra el X aniversario, la Carta sobre el poder de la escritura de Claude-Edmonde Magny era conocida por el efecto perdurable que produjo en Jorge Semprún, su joven destinatario, entonces recién liberado de Buchenwald y aún convaleciente cuando la autora, que la había redactado en 1943, se la leyó en la víspera de la explosión de Hiroshima. Como cuenta el propio Semprún medio siglo más tarde, en un prólogo redactado a la vez que trabajaba en La escritura o la vida (1994), ambos se habían conocido en el último año de la guerra española, cuando el futuro escritor, un adolescente de quince años, se exilió a Francia junto con su familia tras la caída de la República. Después del cautiverio, Semprún se sentía atrapado “en el inmóvil vértigo de dos necesidades o, mejor, dos deseos acuciantes pero contradictorios: el deseo de vivir, o de revivir, es decir, de olvidar, y el deseo de escribir, de elaborar y de trascender la experiencia del campo de concentración por medio de la escritura, es decir, de recordar, de revivir una y otra vez en la memoria la experiencia de la muerte”. Aún tardaría muchos años en plasmarla sobre el papel y, entre tanto, el opúsculo de Magny —seudónimo de Edmonde Vinel, ensayista y profesora de filosofía— lo acompañó como el recordatorio de una tarea pendiente. Son apenas unas páginas, elegantes, eruditas y verdaderamente aleccionadoras, que lejos de incitar a la terapia fácil describen la creación como un ejercicio duro, exigente y hasta peligroso.