Don de la ebriedad
Pasó de ser un “joven airado” a ejercer de reaccionario sin complejos, perfecto paradigma de lo que hoy llamaríamos incorrección política, pero nunca perdió el humor mordaz ni la afición por el alcohol, que trasegaba en cantidades ingentes. Esta última faceta de su actividad se refleja en un ingenioso volumen —Sobrebeber (Everyday’s Drinking), publicado por Malpaso— que recoge sus muy precisos consejos al respecto, aunque parece que la condición de erudito en la materia no le evitaba, digamos, los días malos. Celebrado desde su primera novela —la maravillosa La suerte de Jim (Destino), éxito generacional que mantiene intacta su frescura—, Kingsley Amis escribió muchas otras —con resultados desparejos, aunque siempre impecables en la forma— y probó fortuna en los géneros del terror, el espionaje o la ciencia ficción, sin abandonar la causticidad que era su sello. Reunidos por primera vez en castellano, los Cuentos completos (Impedimenta) recogen sus incursiones en la narrativa breve sobre la que Amis, en el texto que escribió para la edición inglesa de 1978, transcrito aquí como Epílogo, discurre con su habitual falta de solemnidad, tan alejada de los soporíferos debates que ocupan a los teóricos de la distancia corta. Son relatos, publicados a lo largo de más de medio siglo de dedicación esporádica, que resumen de algún modo sus temas predilectos, a la vez que muestran su estilo riguroso pero desenfadado, su dominio de las técnicas narrativas o su uso magistral de la ironía. Uno de ellos describe un futuro “alarmante” en el que los trabajadores degustan vinos exquisitos mientras los individuos más distinguidos se refugian en los pubs para beber cerveza.
No es el único caso de grafomanía en la literatura europea contemporánea, pero la lucidez de su obra y el influjo que proyectó en la cultura vienesa del primer tercio del siglo XX rebasan lo meramente cuantitativo. Entre 1899 y 1936, Karl Kraus editó, distribuyó y escribió —en solitario a partir de 1912— una revista de opinión que ejerció como implacable contrapoder en una época convulsa, marcada sucesivamente por la crisis del fin de siglo, el estallido de la Gran Guerra, la caída del Imperio de los Habsburgo y el auge del nazismo. A lo largo de ese tiempo, Die Fackel (La Antorcha) publicó 922 números y más de veinte mil páginas, en las que su editor y casi único redactor cultivó todos los géneros al servicio de una actitud combativa y libérrima, ejemplo de honestidad e independencia. Consta la admiración que le profesaron autores como Benjamin o Canetti, pero entre nosotros ha sido el chileno Adan Kovacsics —traductor del drama histórico de Kraus Los últimos días de la humanidad (Tusquets), antólogo de una colección de Dichos y contradichos (Minúscula) y de otra de los artículos de La Antorcha (Acantilado)— quien más y mejor se ha ocupado de divulgar su figura y obra, como vuelve a poner de manifiesto en Karl Kraus en los últimos días de la humanidad (Universidad Diego Portales), una colección de ensayos o asedios donde recoge algunas de las cartas cruzadas entre el incansable polemista y la baronesa Sidonie Nádherný, con la que este mantuvo una apasionada relación amorosa. Erigido en conciencia de su época, el portavoz de la “Viena crítica moderna” destacó por su inteligencia analítica y por un extraordinario talento para la sátira, armas con las que denunció la autocomplacencia de la burguesía liberal, la hipocresía de los políticos o la falta de compromiso de una prensa adocenada, pero su gran obsesión fueron la corrupción del lenguaje y sus implicaciones estéticas y morales. En este aspecto decisivo, el mundo de ayer —de ahí la vigencia de Kraus— apenas difiere del nuestro.
Publicada originalmente en 2012, la Memoria por correspondencia de la pintora colombiana Emma Reyes, disponible ahora en Asteroide con prólogo de Leila Guerriero, es un libro sobrecogedor de la primera a la última página. No se habla en él de la vida azarosa y errante de la autora desde que abandonó su país natal en los años cuarenta, ni de su amistad con otros artistas o escritores célebres, ni de su trayectoria como creadora de prestigio, sino de una infancia y adolescencia terribles que Reyes, analfabeta hasta la primera juventud, sólo contó por carta —en una serie de ellas (1969-1997) que componen la Memoria, conocida casi diez años después de su muerte— a su compatriota y amigo Germán Arciniegas, custodio del secreto y más tarde albacea. Hija natural de un expresidente de la República, la niña fue repudiada y vivió encerrada primero en un cuarto miserable y luego en un convento, sometida a maltratos reiterados y a unas condiciones sórdidas que sin embargo, ese es el milagro, evoca sin rencor, mirando “con los ojos —dice Guerriero— del momento en que sucedieron las cosas”. Libres de patetismo, dolientes pero luminosas, reveladoras por lo que dicen y asimismo por lo que callan, estas páginas admirables —letras sin literatura— descubren a una narradora en estado puro.