El bosque originario
Hace no mucho pudimos leer los llamados Textos de la infamia (Berenice) de Knut Hamsun, donde se recogen los escritos más polémicos del Nobel noruego —reconocido anglófobo y nacionalista pangermánico— durante los años aciagos del Tercer Imperio. Por causa de su vergonzoso apoyo al gobierno colaboracionista de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, que incluyó episodios tan inequívocos como el obsequio de su medalla sueca a Goebbels o un desnortado elogio fúnebre del mismísimo Hitler, la figura de Hamsun quedó contaminada para siempre, pero una vez más se hace preciso distinguir los desvaríos del hombre de las calidades objetivas de la obra. La reedición de Pan (1894) por Anagrama permite acceder de nuevo a una de las grandes novelas de su primera época, cuando el joven autor de Hambre —ya entonces obsesionado con la defensa de los valores naturales frente a la deriva mecanicista (y democrática) de las sociedades modernas— se convirtió en el escritor noruego más venerado después de Ibsen. Atravesada por una belleza elemental y sobrecogedora, la historia de amor entre el retraído teniente Glahn y la adolescente Edvarda es solo uno de los alicientes de este apasionado canto a la naturaleza donde Hamsun, mucho antes de ceder a la seducción del hitlerismo, expresó su nostalgia de la vida salvaje en la soledad del bosque originario.
Publicada en España por Seix Barral, la obra de Robert Musil señala una de las cumbres de la literatura centroeuropea del primer tercio del siglo XX, que en buena medida discurre entre Las tribulaciones del estudiante Törless (1906) y la inacabada (e inacabable) El hombre sin atributos (1942). Fue un periodo excepcionalmente fecundo, marcado por dos hitos traumáticos: el colapso del Imperio Austrohúngaro —que Musil llamó Kakania— y la fatal anexión por Alemania, punto de no retorno para toda una generación de expatriados que de un día para otro se encontraron a la intemperie. Posteriores a las dos novelas cortas recogidas en Uniones (1911) y disponibles ahora en Austral, los relatos incluidos en Tres mujeres (1924) participan del mismo interés (no exactamente freudiano) por explorar el erotismo y la psicología femenina que se aprecia en aquellas, compartido por otros autores austriacos como Zweig o Schnitzler. “Grigia” la campesina, la extraña “portuguesa” y “Tonka”, la joven embarazada, encarnan tres modelos de infidelidad —explícita o sugerida— abordados desde una perspectiva ambigua y llena de veladuras, que oculta bajo la aparente sencillez un alto grado de misticismo.
En la actualidad Raymond Queneau es el único escritor de Francia que combina al mismo tiempo un estilo, unas ideas y una lengua únicos”, afirmaba Boris Vian a mediados del siglo pasado, en un irreverente Manual de Saint-Germain-des-Prés (Gallo Nero) que retrataba con admirable ligereza el mundo de los existencialistas en el legendario enclave parisino. La misma editorial ha publicado ahora una de las primeras novelas del propio Queneau, Los últimos días (1936), donde el admirador de Jarry evocó su juventud de estudiante en la Sorbona a comienzos de los años veinte, en un clima todavía dominado por la “fe del pesimismo” que siguió al desastre de la Gran Guerra. Se celebra el segundo aniversario de la muerte de Apollinaire y han capturado al criminal Landru, pero en el Barrio Latino los jóvenes reparten sus ocios entre los billares, los burdeles, las veladas literarias y las visitas al café Soufflet, al que acude un grupo de ancianos que comparte con ellos sus ajadas postrimerías. Un camarero futurólogo y medio filósofo observa sus evoluciones y las del tiempo, siempre igual a sí mismo. Con metódico desparpajo y regocijante ironía, Queneau recuerda una época inmediatamente anterior a su malograda aproximación a los surrealistas, narrada después de la ruptura con el pope Breton.
No extraña la fascinación de Eduardo Lago, joyceano irredento, por El plantador de tabaco, la voluminosa obra maestra en la que el norteamericano John Barth recreó las descacharrantes aventuras de Ebenezer Cooke, un pionero y poeta londinense que escribió a principios del XVIII la primera sátira inglesa sobre las tierras del Nuevo Mundo. Publicada por Cátedra a comienzos de los noventa y reeditada por Sexto Piso en la misma traducción de Lago, El plantador es una novela ingeniosa, digresiva, repleta de historias y personajes, que bebe de la tradición picaresca y de la Cervantean fiction —Barth fue alumno de Pedro Salinas, con quien leyó el Quijote— pero tampoco se limita a una reconstrucción meramente arqueológica. Barth parodia sus modelos con gracia y conocimiento de causa, no pierde nunca el humor y logra hacer del fallido autor de la epopeya de Maryland una criatura memorable.