El desafío de la autenticidad
Como en el caso de Eliot, su editor y maestro, los escritos críticos de W.H. Auden han tenido una influencia —dentro y fuera del ámbito de la lengua inglesa— casi tan relevante como la de su obra en verso. Pudimos leer la última muestra, breve pero bien escogida, en la antología Los señores del límite (Galaxia Gutenberg) de Jordi Doce, que se centraba sobre todo en los poemas y explicaba muy bien la importancia de un autor que tuvo el arrojo “de responder al desafío [de su tiempo] sin echar mano de repliegues pastoriles o atajos aristocráticos”. Ahora conocemos otra de Andreu Jaume, El arte de leer (Lumen), dedicada en exclusiva a los ensayos, seleccionados a partir de los tres libros —La mano del teñidor (1962), Mundos secundarios (1967) y Prólogos y epílogos (1973)— en los que Auden reunió sus principales trabajos, admirables por su claridad e independencia de criterio. Algunos de ellos son monográficos, como los dedicados a Shakespeare, Poe, Tennyson, Carroll, Cavafis o Valéry, pero el pensamiento crítico del poeta puede seguirse a partir de cinco infinitivos recogidos en los textos que abren el volumen: “Leer”, “Escribir” y “Hacer, conocer y juzgar”. La inteligencia y el coraje cívico de Auden —escribe con razón Jaume— “apelan a nuestra indigencia y son más necesarios que nunca”. Más que en las opiniones, a veces arbitrarias, transcritas en los “Fragmentos de conversación” que cierran la antología, la lucidez del crítico y su distancia de los lugares comunes se aprecian cuando aborda cuestiones complejas con palabras sencillas: “Algunos escritores confunden la autenticidad, a la que siempre deben aspirar, con la originalidad, de la que nadie debería preocuparse”. O cuando marca distancia con el discurso —de nuevo actual, tras años de relativo desprestigio— de los predicadores autosatisfechos: “La conciencia social es más peligrosa para la integridad de un escritor que la codicia”. Antes de que los pastores seminómadas de las llanuras se instalaran en el continente, entre los milenios VII y IV antes de la Era, hubo en el sureste de Europa —del Egeo al Adriático, de Creta a Ucrania— una civilización agrícola que alcanzó altos niveles de desarrollo y cuyos logros no pueden explicarse por los transvases del Oriente. Es la tesis de la “Vieja Europa”, un concepto revolucionario que debemos a la arqueóloga estadounidense de origen lituano Marija Gimbutas, interpretado a partir de las muestras de escultura y cerámica que ella misma buscó durante décadas por los emplazamientos de la zona. Recuperado por Siruela en la misma edición que publicó Istmo a comienzos de los noventa, Diosas y dioses de la Vieja Europa (1974) es un libro fascinador que rescata las huellas parlantes —porque dicen mucho— de una época perdida en la noche de los tiempos, caracterizada por el matriarcado anterior a la llegada de los pueblos indoeuropeos. Como señala en su prólogo el ya también fallecido antropólogo, historiador y editor José M. Gómez-Tabanera, la contribución de Gimbutas —que sedujo a Mircea Eliade o a Joseph Campbell— traspasó el ámbito académico para llegar al gran público e incluso a la “mitología pop”. Puede que sus estudios, que alimentan las pintorescas fantasías de los nostálgicos del paganismo, hayan dado lugar a todo tipo de elucubraciones sobre lo eterno femenino, pero al contemplar las milenarias figuraciones aquí reproducidas es imposible no experimentar un sentimiento de turbación que se parece mucho a la reverencia. No hubo en la Antigüedad ni de hecho hasta el Renacimiento colecciones específicas de cuentos eróticos, pero estos se han conservado gracias a los repertorios de fábulas, las narraciones populares o los ejemplos y anécdotas incluidos en obras diversas. De su rastreo se encargó el sabio helenista Francisco Rodríguez Adrados en El cuento erótico griego, latino e indio, disponible de nuevo en Ariel —la primera edición fue publicada por Ediciones del Orto en 1993— con ilustraciones de Mingote. Acompañada de un estudio en el que se analizan los orígenes del género y las fuentes de donde proceden los diferentes relatos, así como el importante papel desempeñado por los cínicos en la transmisión de muchas de estas historias y sus temas recurrentes, la antología —traducida por el propio Adrados del griego, el latín y el sánscrito— traza un recorrido que comprende no solo las antiguas Grecia y Roma, sino también Bizancio y el mundo latino medieval. Lo más sorprendente para el lector no especializado es, sin embargo, la inclusión de la literatura india, que se habría incorporado a ese fondo común —de raíz griega— a partir de las conquistas de Alejandro. La imagen de la mujer, que casi siempre es quien lleva la iniciativa, no sale demasiado bien parada, siendo así que buena parte de los tópicos de la misoginia, vigentes hasta hoy mismo, tienen aquí su origen o su formulación primera. Existe una línea de continuidad, concluye el maestro salmantino, entre esta vieja tradición —popular, humorística, crítica— y el nacimiento de la novela europea moderna.