El ejercicio de la libertad
En la ingeniosa última novela de Ian McEwan, Operación Dulce (Anagrama), se refiere en dos ocasiones el episodio de la colaboración de George Orwell con el IRD, una sección del Foreign Office que tenía encomendada la misión de contrarrestar la propaganda soviética. “Tratamos con espíritus libres —dice uno de los personajes—. No les decimos lo que deben pensar”. En efecto, ni Orwell ni Koestler, que también fue apoyado por los agentes de Exteriores, escribieron al dictado del Gobierno, aunque los libros en los que denunciaban la tiranía de la URSS dispusieron de ayudas para ser traducidos a otras lenguas. Leyendo la amplia selección de Ensayos de Orwell que ha publicado Debate, con prólogo de Irene Lozano, podemos seguir su evolución a lo largo de dos décadas largas en las que el autor inglés, que alguna vez se había definido como “anarquista conservador”, no renunció a su independencia ni al ejercicio de la libertad. Es cierto que colaboró con los servicios de inteligencia y puede no gustarnos que delatara a los amigos de Stalin, pero hacían falta muchas agallas para enfrentarse entonces a todos los sectarios o indocumentados que seguían jaleando las presuntas conquistas de la “patria del socialismo”, convertida en un inmenso presidio. Por otra parte, cuando aborda la literatura, aunque su perspectiva nunca deja de ser política, Orwell se revela como un crítico excelente —criterios propios y nada contemporizadores, rigor exento de cautelas, lucidez sin circunloquios— que usa de argumentos estéticos o ideológicos, pero jamás condesciende al halago gratuito. Ello no quiere decir que diera siempre en el blanco, pero la honradez intelectual —o la decencia, como dice Lozano— no se mide por el número de aciertos.
No es que sus libros no estén disponibles, pero raras veces los encontramos citados. Entre los escritores del 14, Ramón Pérez de Ayala ha quedado, aunque reconocido por los estudiosos como una de las figuras ineludibles de su generación, en una extraña tierra de nadie. Ortega sigue y seguirá siendo Ortega, que no es poca cosa, aunque a algunos de sus lectores el amaneramiento de su estilo nos distancie algo de su poderosa inteligencia. D’Ors es un raro exquisito, alambicado y famosamente oscuro, pero siempre fino estilista. Gómez de la Serna, un grande, por más que alterne aciertos espléndidos con páginas extravagantes o abiertamente imposibles. A Marañón se le lee con gusto, aunque a veces —por ejemplo en el pintoresco prólogo al Corydon de Gide— nos deje un poco perplejos. Más o menos frecuentados, todos han dejado su huella al margen de la literatura académica, al contrario que un Pérez de Ayala del que apenas se mencionan otros libros que sus novelas A.M.D.G. —comparable a El jardín de los frailes de Azaña— o Tigre Juan. El curandero de su honra. Pocos intelectuales como el asturiano, sin embargo, han representado mejor la vocación cosmopolita del periodo, patente en las “crónicas e impresiones” recogidas en un libro de Viajes (Fundación Banco Santander) por su nieto Juan Pérez de Ayala. Inglaterra, Italia y las dos Américas son los escenarios descritos en páginas elegantes y bienhumoradas que muestran las travesías del escritor antes y después de su exilio, que lo fue no de la España franquista sino del Madrid republicano. Del mismo modo que Ortega y Marañón, Pérez de Ayala se había distanciado del régimen incluso antes del golpe militar, pero sus tentativas de acercamiento a las nuevas autoridades —ya durante la contienda o desde la Argentina donde padeció el peronismo— fueron largamente infructuosas.
Publicado como último volumen —segundo en términos cronológicos, tras el dedicado a la Edad Media— de la muy valiosa Historia de la literatura española dirigida por José-Carlos Mainer, La conquista del clasicismo (Crítica) aborda el áureo siglo XVI de la mano de tres expertos conocedores —Jorge García López, Eugenia Fosalba y Gonzalo Pontón— que ofrecen un panorama “unitario” precedido, como marca la orientación general de la serie, de un recorrido por las corrientes intelectuales del Quinientos —el humanismo, la cuestión religiosa—, la realidad social de la época y lo que los autores llaman sus “modalidades de experiencia cultural”, relativas a la lengua vulgar, la educación, los hábitos de lectura o el papel de la mujer en el orden renacentista. Acogida a las novedades de Italia que marcaron la cultura europea de esos años, las letras españolas del XVI asisten a “la invención de un nuevo castellano” que fructificaría en la prosa —la ficción caballeresca o pastoril, la “luminosa excepción” del Lazarillo, el diálogo o la epístola—, la poesía —Garcilaso, Luis de León, Juan de Yepes o Teresa de Ávila, entre otros, señalan cumbres imperecederas— y el teatro, que comenzó entonces a salir de los palacios para instalarse en los corrales. Casi cinco siglos después, el “escribo como hablo” de Juan de Valdés —incluido en su maravilloso Diálogo de la lengua— sigue ofreciendo una lección aprovechable.