El último alejandrino
De Cavafis puede afirmarse que sigue siendo el autor más leído y traducido de la poesía griega moderna, pero esto, con ser mucho, se queda corto ante el hecho cierto de que varios de sus poemas, tan célebres que no hace falta ni citarlos, formarían parte de la más exigente antología de su siglo en cualquier lengua. Menos conocidas, pues de hecho solo han circulado fuera de Grecia en las versiones inglesa y castellana, son las prosas que el también traductor de su Poesía completa, Pedro Bádenas de la Peña, ha seleccionado en un volumen de la Biblioteca de Literatura Universal (Almuzara) donde se ofrecen 41 textos publicados o inéditos en los que el alejandrino, que inició su carrera como traductor y periodista, muestra una faceta complementaria de su producción en verso. Como sugiere en parte el propio Bádenas, se trata de escritos que no tienen un gran valor por sí mismos, salvo en lo que revelan de los gustos e intereses de Cavafis, del esfuerzo del autor por adaptar el registro culto a la lengua demótica —es en su obra, aún vacilante, donde empieza a constatarse el abandono de la variante pura, extemporáneamente aferrada al griego clásico, en favor de la popular o hablada— y de sus ideas estéticas o de los motivos que serían reelaborados en sus poemas. Artículos históricos o eruditos, fragmentos de diarios, reflexiones de dilettante, comentarios de traducciones —mayoritariamente ingleses, en cuyo idioma redactó algunas de estas páginas—, reseñas o juicios sobre la mencionada cuestión de la lengua, conforman un corpus heterogéneo en el que destacan el relato fantástico “A la luz del día”, influido por Poe, o las “Treinta y seis notas personales sobre poética y ética”, de sabor decadentista. Las piezas, aunque menores, completan el retrato de un griego de la diáspora que procedía de Estambul y vivió en Egipto, pero habitaba una realidad, la del helenismo, que no era la de su geografía ni pertenecía del todo al presente.
Cada nuevo volumen de la edición revisada de Las máscaras de Dios, la magna tetralogía en la que Joseph Campbell volcó su vasto conocimiento de un repertorio universal donde se acumulan personajes e historias que han sido recontados por innumerables generaciones, constituye un motivo de júbilo para los devotos de una obra única en su género, superada en algunos aspectos y caprichosa o extravagante en otros, pero que sigue brillando con la fuerza de las intuiciones poderosas —una humanidad emparentada “no sólo en su historia biológica, sino también en la espiritual”— y se ha convertido en un clásico venerado por sus fieles. Tras la recuperación de los volúmenes dedicados a las mitologías primitiva y oriental, Atalanta ha dado a luz el tercero de la serie, consagrado a la Mitología occidental que para el autor comprende a los pueblos situados al oeste de Irán, incluida la propia Persia, o sea Europa entera y la vieja región del Levante de la que surgieron las religiones del Libro. En este ámbito, explica Campbell, “el fundamento del ser se personifica generalmente en un Creador, cuya criatura es el Hombre”, de modo que la disociación estorba el anhelo de identidad con ese mismo ser, propio de los orientales. Dentro del marco occidental, a su vez, el mitólogo norteamericano distingue una forma de piedad religiosa (zoroastrismo, judaísmo, cristianismo, islam) de otra que califica como humanista (característica de griegos, romanos, celtas o germánicos). Una mirada tan abarcadora, siempre atenta a los elementos comunes o susceptibles de ser comparados, tiene por fuerza que caer en generalizaciones excesivas, pero impresiona el alcance de un discurso que sobrevuela las creencias, las culturas y las edades como en una máquina del tiempo.
Casi coincidiendo con el reciente ingreso de Carlos García Gual en la RAE, donde ocupará la vacante de Francisco Nieva, y veinte años después de su primera aparición en Planeta, que lo acogió en la misma colección en la que aparecieron obras similares —personales, subjetivas— dedicadas por Savater o Umbral a la filosofía o la literatura, Turner ha publicado una reedición ampliada de su estupendo Diccionario de mitos. Las entradas corresponden en su mayoría a figuras griegas, pero también hay unas pocas latinas, hebreas o artúricas que aparecen entreveradas con las primeras y junto a otras modernas e inspiradas por la literatura o la cultura popular: el Quijote, don Juan, Carmen, Frankenstein, Sherlock Holmes, Tarzán o el mismísimo Superman, de quien el sabio profesor no se muestra demasiado entusiasta. El compendio, de amenísima lectura, no tenía ni tiene un carácter exhaustivo, pero vale como una muestra representativa y ofrece el aliciente de estar redactado por uno de los ensayistas, traductores y críticos que más han hecho por difundir el legado de la Antigüedad en estos malos tiempos para la cultura humanística. Arraigados, mientras no los expulsen, en el imaginario colectivo, los mitos viven, como afirmó Detienne y recuerda García Gual, en el país de la memoria.