En qué mundo vivimos
Como los homenajes reiterados o la omnipresencia mediática, la longevidad excesiva actúa a veces como un factor disuasorio. De tanto haber visto a Francisco Ayala en los últimos años de su dilatado paso por la tierra, y pese a la elegancia con la que el anciano escritor sobrellevaba las injurias de la edad, muchos lectores pueden haber sentido un cierto hartazgo o llegado a pensar que lo saben ya todo sobre el granadino, pero es difícil que ello ocurra si atendemos a una obra tan vasta y plena de incitaciones. Publicado como volumen VI de la impecable serie de Obras Completas de Galaxia Gutenberg, en edición de su viuda Carolyn Richmond, De vuelta en casa recopila las colaboraciones de Ayala en la prensa entre 1976 —año de su vuelta definitiva a Madrid— y 2005, casi tres décadas de dedicación al articulismo en cabeceras como Informaciones, Abc o El País. Muchas de ellas fueron reunidas en cinco títulos —de Palabras y letras (1983) a En qué mundo vivimos (1996)— que no han perdido actualidad, pero otras no habían sido hasta ahora recogidas en libro. No todos los escritores, como sabemos, son grandes intelectuales, pues los hay que no pasan de esforzados zoquetes o bienintencionados mendrugos, por usar dos palabras parcialmente sinónimas. Los artículos compilados en estas páginas, prologadas por Santos Juliá, muestran que Ayala —que “nunca se rebeló contra la realidad en nombre de pasados míticos ni de utopías soñadas”— lo fue en el mejor de los sentidos, por su capacidad de análisis y por su disponibilidad para opinar de cuestiones comprometidas. En la era de los tertulianos desmelenados, se impone reivindicar la solidez del criterio.
Este año el sello Alfaguara, que fundaron los hermanos Cela Trulock en octubre de 1964, cumplirá medio siglo de trayectoria, y para celebrarlo los actuales responsables de la editorial han publicado una larga conversación de Jaime Salinas, el gran editor de Seix Barral, Alianza, Aguilar o la propia Alfaguara, con el también editor y periodista Juan Cruz. Presentado con el sobrio diseño gris y morado de Enric Satué que caracterizó los años de Salinas al frente de la editorial, el volumen —encargado por Mario Muchnik, autor del epílogo, en la segunda mitad de los noventa— recoge un original que estuvo perdido durante años y no fue publicado en su momento por entender Salinas —dice Cruz, pero es poco probable que fuera ese el único motivo— que su aparición podía interferir con la de sus memorias de infancia y juventud. El oficio de editor es un libro valioso, pero, siendo en todo complementario, no está a la altura de esas inolvidables memorias (Travesías, 2003) con las que Salinas ganó el premio Comillas de Tusquets y que acaban, justamente, cuando el autor fija —sin desearlo— su residencia en España, donde empezaría su imprevista consagración al métier. Es un hombre desengañado y con heridas todavía recientes el que responde o calla, habla de su distancia hacia este país que nunca sintió del todo suyo o evoca, además de su itinerario profesional, sus relaciones con Barral, Gil de Biedma, Benet, García Hortelano o los “perros” (por jóvenes) Azúa, Marías —que firma otro epílogo, “Nuestro testigo”— y Molina Foix. Como un caballero “de estirpe bostoniana” lo definió Guelbenzu en su obituario, y ya se sabe que los caballeros —menos aún en vida— no pueden contarlo todo.
Autora de otros libros traducidos al español como Pompeya o El triunfo romano, Mary Beard es una catedrática de Cambridge —y editora de Clásicos del TLS— que no se resigna a la melancolía habitual de los humanistas contemporáneos. En La herencia viva de los clásicos, publicado como los anteriores por Crítica, ha reunido sus ensayos y reseñas sobre los trabajos de otros estudiosos y el resultado es un libro fresco, aleccionador y estimulante, que usa de un tono entusiasta —pero también con frecuencia crítico— y a veces desenfadado, mucho más eficaz a la hora de ganar adeptos que las sólitas lamentaciones sobre la decadencia de los estudios clásicos, cuyo objeto define Beard como “lo que ocurre entre la Antigüedad y nosotros mismos”, pues si se trata de dialogar con los muertos —confronting, dice el título original— no podemos ceñirnos solo “a aquellos que acabaron bajo tierra hace dos mil años”. En relación con el célebre Quousque tandem de Cicerón, por ejemplo, que hemos escuchado durante siglos —ojalá nunca deje de oírse— en las aulas del bachillerato, Beard ofrece varias muestras de su vigencia como modo de expresar la “frustración política”, pero también cuenta la feliz parodia de un oficial norteamericano, Walter Prude, al que la guerra había separado de su reciente esposa la coreógrafa Agnes de Mille, sobrina del famoso cineasta: “¡Hasta cuándo, oh Hitler, abusarás de nuestra vida sexual!” Dejando al margen a los políticos abusadores, es una frase que podríamos repetir, cambiando el vocativo a conveniencia, incluso en tiempos de paz.