Entre el humor y la nostalgia
Entre los autores agrupados en la llamada otra generación del 27, como si no tuviéramos bastante con la primera, Edgar Neville encarna una forma de talento que brilló en todas sus facetas y cuya genialidad, calificada de menor por los aguafiestas, está fuera de duda. Nuestra no demasiado prestigiosa tradición humorística contemporánea, hasta tal punto desdeñada por los estudiosos que el propio adjetivo ha adquirido connotaciones peyorativas, tiene en Neville, como en Jardiel o en Mihura, referentes a la altura de los maestros coetáneos en otras lenguas, pero los prejuicios ideológicos o el absurdo desdén hacia el género han confinado al madrileño a un rincón de donde a veces sale para recordarnos que hubo en España, antes y después de la guerra, una forma de hacer literatura que heredó el espíritu transgresor de las vanguardias y adaptó a nuestra realidad —a nuestras miserias— lo mejor de su espíritu burlón, desenfadado y cosmopolita. Sólo por haber rodado, entre otras, dos películas extraordinarias, La torre de los siete jorobados (1944) y Domingo de carnaval (1945), merecería el también cineasta un lugar de honor en la historia del siglo, pero al margen de su carácter acomodaticio o de su leyenda de bon vivant, Neville, un escritor incorrecto entonces y ahora, supo elevarse por encima de la mediocridad y aplicar su ingenio a caricaturizar la rancia y pacata moral pequeñoburguesa. Así lo hace en muchos de los Cuentos completos y relatos rescatados, pertenecientes a sus seis libros publicados o extraídos de revistas, nunca hasta ahora recogidos en volumen, que ha editado José María Goicoechea para Reino de Cordelia, una colección desigual —terribles los dos “crueles”— pero impagable en su conjunto. En un artículo donde rendía homenaje a su memoria, Fernán Gómez evocó a Neville como “dandy en la taberna”. Para Luis Escobar, que escribió su necrológica, fue “un castizo internacional”. En esa paradoja se movió su arte que oscilaba, en palabras de la biógrafa María Luisa Burguera, entre el humor y la nostalgia.
Autora del primer estudio en inglés sobre la obra de Jean-Paul Sartre, que proyectó un importante ascendiente en sus inicios, la narradora irlandesa Iris Murdoch tuvo una doble formación en filosofía y lenguas clásicas y ese bagaje intelectual, que siguió cultivando en paralelo a su dedicación literaria, es bien visible en sus seductoras y exigentes novelas, formalmente adscritas a una manera muy personal de entender el realismo pero concebidas como aproximaciones a problemas morales que tratan de la verdad, el sexo, la religiosidad o la estética. Menos difundidas, al menos entre nosotros, que sus obras narrativas, las aportaciones de Murdoch al pensamiento o la prosa de ideas tienen un prestigio similar en Gran Bretaña y su valor puede juzgarse a partir de dos muestras publicadas por Siruela: la excelente monografía El fuego y el sol (1977) y la colección de seis preciosos ensayos recogidos en La salvación por las palabras (1959-1978). La primera desarrolla el clásico tema de la expulsión de los poetas —aquí llamado el destierro de los artistas— de la República de Platón, que siempre figuró entre los filósofos predilectos de Murdoch y al que de algún modo defiende de una acusación no infundada. Sobre lo bello, lo bueno y lo sublime, el arte, la literatura y la naturaleza, el existencialismo y la mística, discurren las piezas recogidas en la segunda. En ambos libros, pese a la brevedad de los textos, traza vastos panoramas que involucran épocas y autores muy diversos, conforme a una visión abarcadora que no es ajena a su magna obra de creación y permite calificar a la rara Iris como una verdadera humanista.
La muerte de Philip Roth ha conllevado la habitual catarata de elogios, en este caso más que merecidos por cuanto el norteamericano ha dejado, a lo largo del medio siglo que abarca su formidable trayectoria como novelista, un buen puñado de obras maestras. Entre ellas hay bastantes en las que Roth, incluso con su propio nombre, el de su alter ego Nathan Zuckermann o el de otros personajes como Alexander Portnoy —inolvidable su lamento— o David Kepesh, recrea vivencias propias y ya familiares para los devotos de su mundo. Por lo que se refiere a sus dos libros abiertamente autobiográficos, Los hechos (1988) y Patrimonio (1991), disponibles en el catálogo de Seix Barral, la impresión del lector no puede ser más opuesta. Una misma sustancia nutre ambos relatos, pero lo que en este último se presentó como un conmovedor tributo de piedad filial, dedicado a la figura del padre retratado en sus postrimerías, tomaba en aquel la forma de un desahogo de saña retrospectiva contra su ya fallecida primera mujer, acaso motivada pero difícilmente defendible. Esos hechos, en particular, referidos a las viejas rencillas de una pareja mal avenida, no nos conciernen en absoluto. No querríamos saber tanto. Ahora que proliferan las confesiones impúdicas, conviene recordar que hay ejercicios de sinceridad que por adentrarse en lo indecible acaban rozando lo indecente.