Fuego vivo
El nombre de Milena Jesenská, o Milena a secas, remite de inmediato a la destinataria de las célebres cartas de Kafka, pero la admirable figura de la escritora y activista no puede reducirse a su condición de traductora y efímera amante del atormentado autor de La condena o La metamorfosis, obras que ella volcó por primera vez a la lengua checa. Quien quiera conocer las razones solo tiene que leer el maravilloso libro —Milena, reeditado por Tusquets— que su compañera de cautiverio en Ravensbrück, la alemana Margarete Buber-Neumann, publicó casi veinte años después de la muerte de su amiga, en 1963, donde la autora de Prisionera de Stalin y Hitler (Galaxia Gutenberg) rindió emocionado homenaje a una mujer verdaderamente extraordinaria. Lo fueron de hecho ambas, pero le tocó a la única superviviente —por partida doble, dado que venía del Gulag— dejar constancia de una experiencia que habían planeado llevar juntas a la escritura, durante los casi cuatro años compartidos en un campo de concentración que acabaría siendo de exterminio. El testimonio de Buber-Neumann alterna el relato de la apasionada trayectoria anterior de Milena —“fuego vivo” en palabras de Kafka— y la descripción de las miserias del campo donde la periodista checa —podemos leer aquí algunos de sus estupendos artículos— no dejó de mostrar una actitud desafiante. Sabemos así del carisma de una luchadora increíblemente valerosa, que ya enferma, pero siempre libre, seguía proyectando incluso entre las guardianas una aureola de respeto. Antes de ser apresada, Milena había abanderado la resistencia en la Praga ocupada por los nazis. También militante e igualmente separada del Partido, Margarete había sido deportada a Kazajistán —su segundo marido fue ejecutado en los años del Gran Terror— y más tarde entregada a la Gestapo por los soviéticos, luego del vergonzoso pacto Mólotov-Ribbentrop que condenó a muchos otros camaradas alemanes. En el lager, escribe la memorialista, las presas comunistas, que seguían despreciando a las disidentes, eran las que mejor se adaptaban a la disciplina de la servidumbre.
Como otras dobles víctimas de la barbarie totalitaria, especialmente numerosas en los países del Este, Buber-Neumann vio clara la afinidad esencial entre los estados policiales, basada no en la cambiante retórica sino en la similitud de su estrategia represiva. Lo comprobó asimismo en carne propia otra superviviente, en este caso de Auschwitz, la checa de origen judío Heda Margolius Kovály, que tras escapar del infierno volvió a su Praga natal donde esperó escondida la liberación a manos del Ejército Rojo, para comprobar pocos años después que la nueva Checoslovaquia no se diferenciaba demasiado del Protectorado de Heydrich. En sus memorias de 1973, Bajo una estrella cruel (Asteroide), Heda Bloch, que tal era su apellido de soltera, cuenta cómo tras reencontrarse con su novio y pronto marido, el también superviviente Rudolf Margolius —huido de Dachau, ambos habían perdido a su familia entera en la Shoah—, tardó en asumir que el régimen prosoviético, acogido en los inicios con esperanza, había convertido el país en una cárcel. Con todo, lo comprendió antes que Margolius, un idealista que pagaría cara su ingenua creencia en la bondad de los principios cuando fue destituido de su cargo en el Ministerio de Comercio Exterior, falsamente acusado de traición y condenado a la horca en los llamados juicios de Praga: una purga orquestada al más puro estilo estalinista, con autoinculpaciones inverosímiles y un nauseabundo trasfondo antisemita. Impresiona la entereza con la que su viuda, convertida en una “leprosa”, sobrevivió de nuevo al infortunio hasta su definitivo exilio en 1968, el año de la Primavera y de la vuelta a la ciudad de los tanques rusos.
Hay muchos otros libros de memorias, escritos por mujeres, que documentan los horrores del siglo, pero pocos resultan tan profundamente conmovedores como el que Nadiezhda Mandelstam dedicó a recordar la figura inmensa de su marido el poeta Ósip Mandelstam, los durísimos tiempos posteriores a su detención por los sicarios del “montañés del Kremlin” y el aciago destino de una generación asolada. Publicado en inglés en 1970, Contra toda esperanza (Acantilado) narra el destierro y la deportación del matrimonio, cuatro años de penalidades que concluyeron con la muerte del autor, extenuado por las privaciones, en 1938, pero es también una inmersión en su poesía que Nadiezhda aprendió de memoria —única manera de consignarla— y salvó en buena parte del olvido. Dice Joseph Brodsky que fue esa íntima familiaridad con la obra de Mandelstam, sumada a la que le unía a la de la gran amiga de ambos, Anna Ajmátova, la que inculcó en la ya sexagenaria —que no pudo regresar a Moscú hasta mediados de los cincuenta y malvivió como pudo entre tanto, dando clases clandestinas— la sensibilidad y el oído que elevan su recuento, inspirado por el amor, a una altura no solo ética. Tanto como la voluntad de resistencia, la serena dignidad o el excepcional coraje, celebramos la exactitud, la claridad y la belleza de una prosa dolorosamente lúcida.