Galatea liberada
Formulado por Ovidio en las Metamorfosis, el mito del escultor chipriota que, desdeñoso de las mujeres reales, se enamoró de una de sus estatuas —aún sin nombre propio— a la que Venus transformó en un ser de carne y hueso, ha sido objeto de numerosas relecturas expresas o alusivas, eróticas o espiritualizantes, en ambos casos problemáticas para una sensibilidad contemporánea que recela no sin razón del binomio formado por el artífice genial y la criatura (femenina) maleable, adorada por quien antes la ha modelado a su antojo. Publicado por Cátedra en una nueva y muy cuidada versión de Miguel Cisneros Perales, el Pigmalión (1914) de George Bernard Shaw, siendo una de las recreaciones más populares del mito, apunta en una dirección distinta o aun opuesta, es decir antirromántica, que deja de lado el componente amoroso y reivindica la autonomía de la modesta floristera, Eliza Doolittle, a la que el engreído profesor Higgins —un Fausto antipático, misógino y despiadado— se propone convertir en toda una dama mediante el procedimiento de cambiar su marcado acento cockney por una dicción irreprochable. Como bien explica el traductor, el pobre Shaw, pese a sus reiteradas protestas, no logró impedir que todas las versiones escénicas o cinematográficas —el musical My Fair Lady, que por fortuna no pudo ver, tal vez sea la más famosa— alteraran un desenlace que en el original, varias veces revisado por el autor, estaba muy alejado del happy ending. La inequívoca simpatía de Shaw por la brava Eliza, en quien Cisneros observa ecos de la Nora de Ibsen, imprime a la obra un aire feminista incompatible con el paternalismo del melodrama clásico, pero Pigmalión denuncia además los prejuicios de clase y la hipocresía de una sociedad que en última instancia sólo se inclina ante el dinero.
Maestro de la desilusión, lo llama en su prólogo la traductora María Martoccia, y es cierto que Yasunari Kawabata, el que fuera primer Nobel de las letras japonesas, mentor de Mishima y uno de los escritores más delicados y sutiles del siglo, se mueve siempre entre lo bello y lo triste, por usar los dos calificativos que dieron título a su última novela. Recuperados por Seix Barral, los relatos reunidos en La bailarina de Izu datan de su juventud, en los años veinte, cuando Kawabata era un estudiante desaplicado aunque ya reconocido como narrador, adscrito junto a otros coetáneos a una denominada Escuela de la Nueva Percepción que hablaba de mirar el mundo con «ojos nuevos» y recogía la influencia del modernismo europeo y norteamericano —léase La pandilla de Asakusa, también en Seix Barral—, pero no por ello daba la espalda a la venerada tradición autóctona. Los que forman la primera parte, incluido La bailarina de Izu, que fue inmediatamente celebrado desde su aparición en 1926 y sigue siendo una de sus narraciones más conocidas —el muchacho que la protagoniza se siente intensamente atraído por una niña que aparenta más edad, miembro de una compañía de actores itinerantes—, tienen elementos autobiográficos que evocan un temprano historial de pérdidas familiares, lo que hizo de Kawabata, huérfano desde los tres años, un «experto en funerales». La segunda parte recopila varias de las «Historias de la palma de la mano» que fueron redactadas por la misma época y marcan el inicio de una serie mayor a la que se dedicaría durante décadas, formada por textos breves, líricos, a veces intrincados o indescifrables pero incluso así sugerentes, repletos de vislumbres o epifanías.
Periodista, historiadora y autora de libros de viajes como el maravilloso que dedicó a Venecia, Jan Morris, nacida James, ha contado el lento y angustioso proceso que le llevó a cambiar de sexo en una conmovedora autobiografía, El enigma, y entre sus libros traducidos —todos ellos publicados por RBA— figuran el que recorre sus itinerarios en Un mundo escrito o el canto a la tierra natal entonado en La casa de una escritora en Gales, donde Morris, ya nonagenaria, reside junto a su mujer de toda la vida. De la mano de Gallo Nero, hemos podido ahora conocer dos muestras de su trabajo como reportera o ensayista, ambas en traducción de Esther Cruz Santaella: La coronación del Everest, una apasionante crónica —verdadero scoop en su momento— en la que la autora, entonces todavía autor, dio noticia del éxito de la expedición británica que alcanzó por primera vez la cima de la montaña más alta del mundo, publicada en volumen cinco años después una hazaña (1953) en la que él mismo había participado como integrante del grupo de Hillary y Norgay, dirigido por el coronel Hunt; y Manhattan 45, el falso reportaje —no se presenta como tal, dado que Morris no visitó la isla sino años después, pero consigue transmitir la viveza asociada a las observaciones sobre el terreno— que parte de la vuelta a casa de cerca de quince mil soldados norteamericanos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial para ofrecer un retrato memorable del enclave neoyorquino, en un tiempo de plena efervescencia en el que la ciudad entera emergía como la gran metrópoli de la posguerra.