Invitación a la resistencia
Hay quienes vinculan la vuelta de Thoreau, que nunca ha dejado de ser un clásico, a la crisis de legitimidad de las instituciones, el movimiento de los indignados y su invitación a la resistencia, aunque debe anotarse que al pensador libertario también le han salido amigos por el lado menos esperable. No es la primera vez que su obra es utilizada por la galaxia contestataria, lo que ya ocurrió cuando el flower power, pero el revival actual ha tenido la virtud de recuperar textos poco conocidos o nunca publicados entre nosotros y en este sentido merece ser celebrada la labor de Errata Naturae, sello que ha acogido una nueva traducción de Walden y otros títulos como su inaugural Musketaquid, las sencillas pero reveladoras Cartas a un buscador de sí mismo o los dos textos andariegos recogidos en Un paseo invernal, a los que se suma ahora una valiosa antología de ensayos políticos titulada Desobediencia. En el apasionado y combativo preámbulo de los editores, destacan estos la vigencia y la “fuerza tonificante” de Thoreau en unos momentos en los que se habla de devolver el poder a los ciudadanos, pero sorprende ver cómo en ciertas partes del Estado los buenos burgueses —gente sin duda de orden, insospechadamente levantisca— apelan al pionero de la insubordinación para justificar su desafío a la legalidad, pues una cosa es defender la desobediencia por no apoyar el esclavismo y otra, bien distinta, es hacerlo para cambiar la dirección postal de los funcionarios de Hacienda.
Todo lo que rodea a Mary Ann Clark Bremer es tan misterioso que no extrañaría que un día descubriéramos que se trata de un personaje inventado. Sabemos por sus editores de Periférica que era neoyorkina de nacimiento y murió en Ginebra a mediados de los noventa, que perdió a sus padres cuando era una muchacha y llevó después una vida itinerante, que escribió en varias lenguas y publicó “siempre bajo seudónimo”. Los libros, muy hermosos, que hemos podido leer en los últimos años —todos ellos breves y más o menos autobiográficos, desde el deslumbrante Una biblioteca de verano (2012) hasta Una pasión parecida al miedo (2014), siempre en traducción de Hugo Bachelli— provienen al parecer de unos cuadernos (Notebooks) que dejó a su muerte y cuyo contenido ha sido dosificado en cuatro entregas, recién agrupadas en un volumen que toma su título —un verso de Shakespeare— del relato hasta ahora inédito que cierra la serie, Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos. “Nuestra herencia está construida sobre el estiércol del miedo”, afirma la narradora, hablando por boca de “todas las mujeres de la Tierra”, y a continuación refiere el episodio bíblico (Libro de Ester) donde se cuenta la historia del rey persa Asuero y su repudiada esposa Vasti, que desautorizó a su marido por no atreverse a comparecer en público al considerar que su famosa belleza se había marchitado. Reaparecen aquí, aunque el relato sea apenas un apunte en forma de cuento tradicional —e intención bien contemporánea, la obsesión por los “cuerpos que caducan”—, la sobriedad y el lirismo de la prosa de Clark Bremer, la precisión a la hora de retratar los sentimientos y el esquivo personaje femenino —presumible trasunto de la autora— que protagoniza toda su obra conocida.
E[/dropcapn el libro más bien renuente o bastante agridulce que dedicó al “profesor de energía” unas pocas semanas des]pués de su muerte —Cela: un cadáver exquisito (Planeta)— sostenía Umbral que el verdadero maestro de su maestro era no Baroja, como solía repetir él mismo, sino su paisano Valle-Inclán, pues Cela, del linaje de los estilistas, no era como aquel un narrador puro. Durante quince años, sin embargo, desde el regreso definitivo de Baroja tras la guerra hasta su muerte en 1956, el joven autor de La familia de Pascual Duarte —“Es una serie de barbaridades. Pero está bien. Ahora, que es impublicable. La censura no va a dejar ni una página”, le confió el vasco a su sobrino Julio Caro, que veía en esas palabras la razón de que su tío le negara al debutante el prólogo que este le había pedido— lo visitó a menudo en su casa madrileña de Ruiz de Alarcón, donde el anciano escritor celebraba tertulia diaria con los fieles, y reivindicó muchas veces su lugar como “último gran novelista español”. Editado por Francisco Fuster para Fórcola, en vísperas del centenario del nacimiento del Nobel, Recuerdo de don Pío Baroja reúne los textos hasta ahora dispersos que Cela dedicó a “nuestro viejo oso vascongado”, de quien en vida se había reclamado amigo y a cuya memoria rindió numerosos homenajes —no exentos de reiteraciones, como puede verse en la recopilación— que permiten seguir el rastro de una devoción sostenida durante más de medio siglo, en el que no dejó de celebrar su “individualismo a ultranza” y el singular valor de su obra narrativa. Algo de razón tenía el mismo Umbral cuando escribió, en un poema publicado con ocasión del fallecimiento de Cela, una frase que desafía la cronología pero no el espíritu: “Hoy el 98 al fin se muere”.