La sombra de los días
Fue una de las más íntimas amigas de Proust, pero al contrario que otros personajes de su círculo que han pasado a la intrahistoria de la literatura únicamente o sobre todo por su relación con el autor de En busca del tiempo perdido, Anna de Noailles ya era una escritora celebrada antes de que su confidente y admirador emprendiera la redacción del ciclo. Recuperadas por Metropolisiana en una cuidada edición de Alfonso García-Sampedro, las Cartas a la condesa de Noailles —traducidas por él mismo junto a Caroline Le Lanchon— siguen la disposición fijada por la destinataria en el temprano volumen de 1931, publicado —casi diez años después de la muerte de Proust— como segunda entrega de una Correspondencia que, ordenada definitivamente por Philip Kolb en el último tercio del siglo XX, reúne miles de páginas y constituye un verdadero filón para los estudiosos. Como afirma García-Sampedro, el lector no encontrará en el epistolario de Proust un mundo esencialmente distinto al de su obra, no sólo porque el escritor usaría de las cartas como ensayos o borradores, sino porque de algún modo vivía a través de ellas y es su vida, estilizada o trascendida, la que nutre la Recherche. El medio centenar de las aquí reunidas (1901-1919) revela el estrecho vínculo que unió a dos seres igualmente excepcionales, pues Anna de Noailles —de quien se reproducen tres delicadas y emotivas semblanzas donde la condesa evoca la hipersensibilidad de su amigo o lo que ella llama su “sobreabundancia de alma”— es un personaje fascinante, central en la galaxia Proust pero digno de atención por su propia trayectoria. El título de su segundo poemario, La sombra de los días, serviría para describir la actitud reverente pero melancólica con la que Noailles recuerda el mundo “jovial, raudo, distraído y poético” de su intimidad compartida.
Es el mismo tiempo, la belle époque, que aparece recreado en una novela, en cierta medida proustiana, cuya azarosa historia editorial ha estado rodeada de misterio. Publicada por primera vez en castellano por Acantilado, en traducción de Nicole D’Amonville, Madame Solario fue escrita en la segunda mitad de los años veinte, vio la luz cuatro décadas después, en 1956, aunque todavía de manera anónima, y provocó escándalo por el contraste entre la exquisita sociedad que describía —retratada en vísperas de su inminente declive— y las turbulentas pasiones que reflejaba. La identidad de la autora, Gladys Huntington, norteamericana afincada en Londres y fallecida —se suicidó— en 1959, no fue revelada hasta comienzos de los ochenta, pero todas estas peripecias, con ser curiosas, importan menos que la calidad de una novela —adaptada recientemente al cine por René Féret (2012), hubo un proyecto anterior de Selznick que no llegó a rodarse— ciertamente perturbadora. Un balneario de ensueño, en 1906, a orillas del lago Como, selectas gentes de mundo y paisajes pintorescos. Dos hermanos vinculados por la más prohibida de las atracciones, hermosos y malditos o ególatras y románticos, por decirlo con Fitzgerald. Un calculado discurso narrativo —con juego de perspectivas de filiación jamesiana, donde se insinúa lo que no se muestra del todo— que deja que la corriente del deseo siga su curso irrefrenable sin interponer obstáculos morales. El lado salvaje bajo las buenas maneras y los modales impecables, reprimido o no por los representantes de una clase social cuyos principios, todavía pregonados como ejemplares, son ya mera fachada.
En rigor intraducible, como otros términos específicos de cualquier lengua, kokoro significa a la vez corazón, mente, alma, espíritu o pensamiento, pero en última instancia designa un concepto, indisociable de la cultura japonesa, que parece unir acepciones distintas o aun opuestas en un orden superior. En palabras de Carlos Rubio, tomadas de su antología El pájaro y la flor (Alianza), “es algo que está entre el pensamiento y la sensación, el sentimiento y la idea”, abarcando, como ya señaló José Juan Tablada, “las mismas entrañas”. No lo entendemos del todo o lo entendemos demasiado bien. La palabra, por otra parte, da título a una novela de la última etapa de Natsume Soseki que fue publicada hace poco más de un siglo —el año pasado sus compatriotas conmemoraron el centenario con una edición seriada— y es considerada desde entonces su obra maestra. Ya traducida por el citado Rubio para Gredos, Kokoro ha sido ahora incorporada al catálogo de Impedimenta —donde figuran otras obras de Soseki— en una nueva versión de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Explica este último cómo su aparición coincidió con el impacto derivado del final de la Era Meiji, que dejaba paso a un horizonte de incertidumbre y se sumaba a la conciencia del autor —ars longa, vita brevis, rezaba el colofón de la princeps— de encarar sus postrimerías, de ahí el tono crepuscular de esta conmovedora historia sobre la amistad entre un joven discípulo y el anciano que le abre su corazón, vale decir el alma o las entrañas.