Las edades de Lou
Pocas mujeres habrá habido, entre las adelantadas a su época, que hayan llegado a los extremos de libertad y autonomía que caracterizaron la trayectoria de Lou Andreas-Salomé, escritora rusa de lengua alemana cuya obra propia ha sido eclipsada por su condición de musa de tres gigantes de su época, Nietzsche, Rilke y Freud, quienes lejos de tratarla como un sujeto pasivo admiraron de hecho su carácter decidido, su solidez intelectual y su independencia de criterio. La sombra de la femme fatale y los acartonados y enfadosos tópicos asociados a la figura de la seductora, con todas sus connotaciones negativas, han deformado, sin embargo, la verdadera imagen de la autora como una de las personalidades más atractivas de la cultura europea de entre siglos. A restituirla ha dedicado Isabelle Mons una nueva biografía, Lou Andreas-Salomé. Una mujer libre (Acantilado), donde matiza o desmiente su condición de secundaria acogida al magisterio sucesivo de hombres, ciertamente excepcionales, con los que mantuvo relaciones de igual a igual, no porque no se viera influida por ellos sino porque ese influjo fue recíproco y fecundo en ambas direcciones. Lejos de perderse en pleitos superficiales, la estrategia reivindicativa de Mons se centra en mostrar las contribuciones propias de Andreas-Salomé, aún poco conocidas cuando no se trata —en español podemos leer, entre otros títulos, parte de su correspondencia o sus memorias, Mirada retrospectiva (Alianza)— de evocaciones relativas a los autores mencionados. Dejando aparte su abundante obra narrativa o su atención crítica a los debates estéticos y políticos de su tiempo, la autora escribió centenares de páginas en los terrenos de la filosofía, la antropología, el psicoanálisis o la historia de las religiones, mostrando su originalidad en los estudios sobre la sexualidad, el narcisismo o el inconsciente femenino. En lo personal, Andreas-Salomé fue sin duda una precursora en el sentido de que no se dejó atar ni por las convenciones ni por lo que los demás, incluidos los íntimos, esperaban de ella, como revela o presagia la célebre e impagable fotografía de 1882 donde la mujer empuña el látigo mientras Nietzsche y el también filósofo Paul Rée, amante de la primera, tiran del carro. Mons cierra su libro con una brevísima antología que deslumbra por la sutileza de sus descripciones y su capacidad analítica, muy afilada desde la primera juventud. Más que por sus liaisons con unos u otros, las edades de Lou estuvieron marcadas por su permanente voluntad de aprendizaje.
Cuando Stefan Zweig, ya exiliado e incluido en el índice de autores prohibidos por los nazis, preparó su selección sobre los ensayos de Tolstói, quedaban apenas unos meses para la anexión de Austria y el ánimo del autor estaba por los suelos. Tal vez por ello, Zweig, que siempre había sido el paradigma de la respetabilidad burguesa, pero también un humanista convencido, se sintió atraído por la faceta más ideológica del gran narrador ruso, al que dedicó un ensayo hasta ahora inédito entre nosotros —“Tolstói, pensador radical”— que abre La revolución interior, introducido por Iván de los Ríos para Errata Naturae. Desde su probado talento para recrear los momentos dramáticos, Zweig analiza la deriva de Tolstói a partir de la convulsión que lo llevó a casi abandonar su dedicación a la novela para convertirse en un “cavilador meditabundo”, volcado en la difusión de una peculiar variante del anarquismo que a su juicio enlazaba con la verdadera doctrina de Cristo. A menudo desdeñados, los ensayos de sus últimos años retratan a un hombre honorable que se aplicó sus propias enseñanzas —algunas de ellas, como el derecho a la insumisión y la non-résistance, tendrían eco en el siglo XX— y nunca condescendió a la violencia, pues la suya era “una revolución de las almas y no de los puños”. El volumen se cierra con un hermoso artículo donde el mismo Zweig, que lo había visitado durante su único viaje a la Unión Soviética en septiembre de 1928, describía el humilde sepulcro —nulla crux, nulla corona— bajo el que reposan los restos del maestro. Ni siquiera figura su nombre en la que el admirador austriaco, conmovido por su sencillez, califica como la “tumba más bella del mundo”.
No era desde luego la humildad, aunque tuvo otras, una cualidad que adornara a Eugenio d’Ors, poseedor de un ego absolutamente desmedido que lo llevaba a compararse con Goethe o incluso, rozando la comicidad o el desvarío, con Napoleón Bonaparte. De su vida y ambiciones trata Andreu Navarra en una excelente biografía, La escritura y el poder (Tusquets), donde se aproxima a la figura del sin par Xènius a partir de la numerosa documentación desatendida, como las cartas donde expresaba su temprana distancia del catalanismo en el que militó, con reservas, a lo largo de su primera etapa. Se ha vuelto costumbre afirmar que d’Ors, repudiado por unos y por otros, ha quedado arrumbado en una tierra de nadie, entre otras cosas porque su obra, salvo algunos títulos aislados o el Glosario, apenas tiene lectores. Navarra se acerca a ella y sobre todo a los archivos para reconstruir tanto su importante papel en el Noucentisme como su posterior evolución españolista, siempre desde posiciones poco ortodoxas. El engolado Pantarca, el nuevo Prometeo de la heliomaquia —un pionero, dice el autor, de la gestión cultural a gran escala— se expresaba de una forma proverbialmente oscura, pero su compromiso con el fascismo fue duradero e inequívoco, no en vano los falangistas habían tomado de su discurso las nociones de imperio, destino o jerarquía. Barroco, elitista, histriónico, contradictorio, d’Ors fue un personaje irrepetible al que su biógrafo reconstruye en toda su atrabiliaria encarnadura.