Las malas compañías
A finales de los ochenta, dos adaptaciones cinematográficas que se estrenaron casi al mismo tiempo, las de Stephen Frears y Milos Forman, esta última con guión del gran Jean-Claude Carrière, pusieron de actualidad la obra clásica de Choderlos de Laclos, pero lo cierto es que Las relaciones peligrosas —el liaisons del original no sugiere “amistades”; Bergamín propuso el título alternativo de Las malas compañías— ha gozado de un reconocimiento ininterrumpido desde el momento mismo de su aparición, pocos años después de que se publicara en Alemania otra exitosa novela epistolar de corte muy distinto, Las desventuras del joven Werther, obra de un Goethe todavía veinteañero. Abundan por ello, como en otras lenguas, las versiones en castellano, pero esta nueva de Sexto Piso, traducida por David M. Copé, tiene el atractivo de una impecable factura material que se ofrece embellecida por las ilustraciones de la chilena Alejandra Acosta, quien ha sabido captar el fondo oscuro de la historia —su dramatismo prerromántico— entre los usos de la galantería dieciochesca. Sus recreaciones del vizconde de Valmont y la marquesa de Merteuil tienen rasgos luciferinos que convienen a personajes tan inteligentes como maléficos, seres fríos, crueles y manipuladores que conciben la seducción como un juego de poder y carecen de escrúpulos a la hora de ejercer su dominio. Al margen del final ejemplarizante, que contrasta con la moral cínica de ambos, el personaje de la libertina supone una importante novedad en un escenario dominado por los donjuanes donde las representantes del sexo débil encarnaban por sistema —también aquí, pero el depredador Valmont acaba convertido en una marioneta— el papel de víctimas. No en vano Choderlos de Laclos, militar de profesión, publicó poco después un ensayo —La educación de las mujeres (Siglo XXI)— que permite situar su nombre entre los más tempranos abogados de la emancipación femenina.
Hay famas sostenidas y otras que menguan irremisiblemente. La de Victor Hugo, el titán que llenó toda una época de la literatura francesa y europea, tal vez el escritor más popular de su siglo y uno de los más traducidos y estudiados —el segundo, dicen, después de Shakespeare—, es un ejemplo de lo segundo. Buena parte de la literatura de Hugo, reo de grafomanía, es hoy, como señalara Vargas Llosa en el excelente ensayo que dedicó a Los Miserables —La tentación de lo imposible (Alfaguara)—, “palabra muerta”. Su prestigio se ha mantenido relativamente firme en las novelas, pero no tanto en los versos demasiado pomposos, envejecidos por el énfasis, la afectación o una incontinencia declamatoria que los aleja de la sensibilidad moderna. Reeditada por Visor, la no demasiado extensa antología de Antonio Martínez Sarrión —Lo que dice la boca de sombra y otros poemas— ofrece algunas muestras de lo que a juicio del traductor, que tampoco finge entusiasmo, puede ser destacado de una producción ingente, ciertamente lastrada por la retórica pero no por entero desechable. El poeta, con todo, dice el antiguo novísimo, contribuyó a la liberación de los severos corsés del clasicismo y, en sus mejores momentos, contiene o anuncia a Baudelaire, los simbolistas —buena parte de la selección de Sarrión la ocupan poemas de Las contemplaciones, que recogen su faceta más visionaria, nacida del interés por el espiritismo— e incluso las vanguardias: “Hugo —sentenció Breton— es surrealista cuando no es tonto”. Entre nosotros, el autor de La leyenda de los siglos no ha tenido demasiados emuladores, aunque su discurso desbordado se proyecta de algún modo en las vetas más caudalosas de Darío o Neruda.
No extraña la vuelta de Julio Camba y podemos apreciar tanto mejor su gracia de articulista único si la comparamos con los textos de otros cronistas rescatados que, siendo estimables o incluso brillantes, no igualan ni el ingenio del gallego ni su maravillosa levedad. A veces se trata de los títulos que el propio Camba publicó en vida, siempre como recopilaciones de artículos aparecidos en la prensa, y otras de selecciones más o menos temáticas que permiten recuperar muchas piezas olvidadas en las hemerotecas. A esta última categoría pertenecen las reunidas por su devoto biógrafo Pedro Ignacio López —Julio Camba: El solitario del Palace (Espasa)— en Tangos, Jazz-bands y cupletistas (Fórcola), que se suma a otros del mismo sello —o de editoriales como Renacimiento, Reino de Cordelia y Pepitas de Calabaza— en la oportuna reivindicación de Camba como uno de los grandes. Dice el antólogo y confirma la selección que lo que le gustaba al escritor era la “música clásica ligera” —algo así como el pop de antes del pop—, pero como de costumbre en sus artículos importa menos el tema abordado que la forma —irónica, chispeante, perpetuamente bienhumorada— que tiene de tratarlo, y en este caso sus impresiones poseen un encanto añadido al revivir la banda sonora de los cafés, los bailes, los cabarets o los music halls. No sabía mucho de acordes ni le hacía falta.