Las máscaras de la Diosa
La idea de que todas las religiones, como las lenguas o en general las culturas, remiten a unos pocos arquetipos originarios, ha tentado a generaciones de estudiosos que en última instancia tienen que echar mano de la imaginación para suplir la imposibilidad de hallar pruebas inequívocas que si existieran se remontarían a la noche de los tiempos. No hay ni podrá haber nunca evidencias de nada parecido, pero ello no ha evitado que los antropólogos o los analistas del inconsciente busquen ese mínimo denominador común y en el camino, más o menos infructuoso, han quedado muchas páginas no sólo aprovechables, sino enormemente sugestivas. Iniciado entre otros por Frazer, el estudio de la mitología y de las religiones comparadas ha sido especialmente receptivo a esta tesis y en él brillaron autores como Mircea Eliade, Karl Kerényi o Joseph Campbell, cuyos trabajos trascendieron el ámbito de los especialistas. De este último, muy popular en la segunda mitad del siglo XX, conocemos ahora un libro, titulado Diosas, donde el autor de El héroe de las mil caras o Las máscaras de Dios sigue y amplía la senda abierta por la arqueomitóloga Marija Gimbutas —cuya importancia equiparaba a la de Champollion, descifrador de la lengua jeroglífica— en su búsqueda de las huellas de la que Graves, que casi llegó a adorarla, llamaba la Diosa Blanca. Dictadas entre 1972 y 1986, las conferencias reunidas en el volumen, publicado en 2013 por la Joseph Campbell Foundation en edición de Safron Rossi y disponible en Atalanta, abordan las distintas encarnaciones de lo “divino femenino” —el prefacio de la editora comienza con el famoso verso del Fausto de Goethe, citado por Campbell: “El eterno femenino nos impulsa hacia lo alto”— desde el Paleolítico hasta el Renacimiento. También el mitólogo neoyorquino sugiere, aunque no abiertamente como Graves, un improbable retorno de la Diosa, de algún modo asociado a la emancipación de las mujeres, pero lo que en realidad viene a decirnos es que no ha dejado de estar presente.
De Neruda se pueden afirmar cosas poco halagüeñas, pero no que no sea, con todos sus excesos, un poeta grande, menos venerado ahora que en décadas pasadas pero todavía muy leído, a juzgar por las reediciones de algunos de sus libros, entre los que Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), un poemario de juventud con resabios tardomodernistas, se ha convertido en uno de esos pocos títulos a los que se acercan los lectores no especialmente familiarizados con el género. En su reciente edición de las Cartas de amor (Cátedra), donde se incluyen también las que el poeta escribió a su hermana Laura, el veterano hispanista Gabriele Morelli recuerda que según el propio Neruda las dos musas que inspiraron la colección fueron Teresa Vásquez (Terusa) y Albertina Rosa, llamadas Marisol y Marisombra, el “idilio de la provincia encantada” y el amor de la ciudad, vivido en las humildes pensiones de Santiago. La recopilación ofrece las cartas enviadas a ambas junto con las dirigidas a Olga Margarita Burgos, Delia del Carril (la Hormiga) y Matilde Urrutia, que no fueron las únicas amadas o amantes de Neruda. De las que enviara, si lo hizo, a su primera mujer, la “giganta” María Antonieta Hagenaar (Maruca), madre de la desdichada Malva Marina, no se ha conservado ninguna.
Muestra quizá anecdótica, pero sin duda reveladora, de la compleja identidad nacional de los griegos, es el hecho de que uno de los términos que la designan, romiosyne, aluda a su condición de “romanos”, herencia del Imperio de Oriente cuando buscaba distanciarse del paganismo. En rigor intraducible, como explica Juan José Tejero, aunque en la práctica signifique helenidad o grecidad, la palabra da título a un libro fundamental de Yannis Ritsos, uno de los poetas griegos más difundidos del siglo XX junto con Cavafis, Seferis o Elytis. Traducido por Tejero para Pre-Textos en una edición que incluye el largo poema hermano La Señora de las Viñas, compuesto por los mismos años, Romiosyne —que es también, por cierto, el título de una colección dirigida por el mismo traductor para la editorial Point de Lunettes, específicamente dedicada a la literatura neogriega— data del tiempo convulso e inmediatamente posterior a la liberación de Grecia de los ocupantes nazis, cuando estalla la guerra civil entre los monárquicos y los comunistas, entre los que se contaba Ritsos, que fue deportado e internado en varios campos de concentración. Concebidos como homenaje a la brava resistencia, los poemas no cantan sus gestas o sus derrotas de una manera expresa, al modo a veces emocionante pero casi siempre tosco de la épica comprometida, sino aludiéndolos en un contexto atemporal que transmite emoción y piedad —sin ceguera ni nostalgia— y de algún modo resume, incluso más allá de la ideología, la historia traumática de un país que apenas ha conocido el sosiego en la edad contemporánea. Versos espléndidos, cadenciosos, rebosantes de energía, que desmienten el prejuicio, hoy tan extendido, de que la militancia es enemiga de la calidad literaria.