Las personas del verbo
Del gusto por retratar a las clases altas y su eventual inclinación por la bohemia, un cóctel típicamente británico que no se entiende sin tener en cuenta las estrictas barreras sociales que imperan en las Islas, han surgido infinidad de historias cuya popularidad no siempre es garantía de buena literatura. No sin motivo recelamos de los escritores precedidos de una fama escandalosa que en el caso de Rosamond Lehmann, que podría ser ubicada en los aledaños de la galaxia Bloomsbury, empezó con una primera novela en la que trataba del lesbianismo. Bella, aristocrática y vinculada a una familia de intelectuales y artistas, todo en ella parece demasiado perfecto, pero lo cierto es que hablamos, como señalaron entre otros Forster o Connolly, de una narradora excelente. De la mano de Errata Naturae y de nuevo en traducción de Regina López Muñoz, reencontramos en A la intemperie (The Weather in the Streets, 1936) a la misma Olivia que protagonizaba Invitación al baile (1932), entonces una muchacha abrumada por la perspectiva de su presentación en sociedad y ahora, diez años después, una joven de vida libre que se reencuentra con el hombre del que estuvo enamorada e inicia con él una relación clandestina. Inspirada, al parecer, por la que tuvieron la autora y el poeta Cecil Day-Lewis, la novela, que combina el tono analítico y experimental de Virginia Woolf y la ligereza de Nancy Mitford, destaca por su sensibilidad para reflejar el mundo femenino y sobre todo, en lo formal, por el permanente cruce entre las personas del verbo, que reproduce con admirable vivacidad tanto los discursos directos como los monólogos interiores de los personajes. Lo que dicen, lo que piensan o sienten y lo que deberían o no deberían haber dicho.
Poco difundido fuera de Alemania, pese a las frecuentes alusiones de sus contemporáneos del XVIII, Johann Georg Hamann representó una oposición frontal a los ideales del siglo que tampoco puede definirse, aunque de hecho lo fuera en muchos aspectos, sólo o exactamente como reaccionaria. Enemigo declarado de la Ilustración, el llamado Mago del Norte abogó por las verdades reveladas y dio inicio a una estirpe, la del tradicionalismo aferrado a la cosmovisión del antiguo régimen, que se opondría al nuevo orden surgido de la Revolución, pero también señaló con extraordinaria lucidez los límites y contradicciones del racionalismo en una época que había elevado el conocimiento empírico, la idea de progreso y la razón de Estado a la categoría de dogmas indiscutibles. Traducidas por primera vez al castellano, en una pulcra edición de Rafael Hernández Arias que introduce en términos impecables la figura de Hamann, Recuerdos socráticos y Aesthetica in nuce (Hermida) datan de la primera época del pensador de Königsberg —ambas fueron incluidas en la miscelánea Cruzadas de un filólogo (1762)— y muestran ya en los comienzos ese característico estilo denso, oracular, reconcentrado y deliberadamente hermético, que no obstante su proverbial oscuridad fue admirado incluso por quienes eran objeto de sus dardos. Cargada de ironía, la brillante y enigmática prosa de Hamann ha ejercido después, como explica Hernández Arias, un poderoso influjo que se extiende desde Herder a Jünger, desde el primer Romanticismo, ya en el tiempo arrebatado del Sturm und Drang, a la corriente existencialista —Kierkegaard, hasta cierto punto Nietzsche— o la moderna filosofía del lenguaje. No es obligado comulgar con su mística irracionalista, a veces inextricable, para ver que el optimismo de las Luces dejaba amplias zonas de sombra.
El rescate de Agustí Calvet, conocido por su seudónimo de Gaziel, ha tardado más que el de Josep Pla, que de hecho nunca ha dejado de estar presente, Julio Camba o Manuel Chaves Nogales, los cuatro cronistas mayores de la denominada —por Xavier Pericay— edad de oro del periodismo. En los últimos años hemos podido leer algunas de sus crónicas de la Gran Guerra —el inaugural Diario de un estudiante. París, 1914, la antología En las trincheras (ambos en Diéresis) o De París a Monastir (Asteroide), fruto de su estancia en el frente de los Balcanes—; la colección de notas memorialísticas (1946-1953) expresivamente titulada Meditaciones en el desierto, que retrata a un verdadero exiliado del interior, o los artículos recogidos por el propio Pericay en Cuatro historias de la República (ambos en Destino), donde el codirector y luego director en solitario de La Vanguardia de anteguerra compartía espacio junto a los tres colegas citados. Inmediatamente anteriores a estos últimos, los reunidos por Narcís Garolera en ¿Seré yo español? (Península) fueron publicados por el diario madrileño El Sol durante la dictadura de Primo y corresponden a la segunda mitad de los años veinte, en los que el corresponsal de Barcelona era ya una firma de renombre. Catalanista moderado, Gaziel habitó, como dice en su prólogo Francesc-Marc Álvaro, una “tierra de nadie”, en tanto que analista independiente y ajeno a los extremismos de un país desgarrado. Nadie sabe si su propuesta federalizante, deudora del iberismo de Maragall, sería la solución para la recurrente cuestión catalana, pero en la desquiciada hora actual se echan de menos voces que aporten algo más que exabruptos.