Lo siniestro
Hija de dos célebres actores y nieta del caricaturista del Punch George du Maurier, tardíamente reconvertido en novelista y dramaturgo, Daphne du Maurier era una presencia habitual en las colecciones populares, pero su fama, contra lo que podría pensarse, no vino de las adaptaciones cinematográficas de Hitchcock, sino a la inversa, pues tanto La posada de Jamaica (1937) como Rebeca (1938) tuvieron un éxito masivo antes de que el director —que no es verdad que se inspirara siempre en textos mediocres— decidiera llevar las novelas a la pantalla. La colección que ahora rescata El Paseo, en una nueva traducción de Miguel Cisneros Perales, tuvo como primer título El manzano (1952), tomado del excelente relato homónimo, pero tras la formidable adaptación de otra de las piezas del conjunto por el mismo cineasta, Los pájaros (1963), apareció en adelante como The birds and other stories. La edición castellana, que contiene otros tres relatos de Du Maurier, ha dejado fuera la novela corta Monte Verità, publicada por el mismo sello —decidido a difundir el temprano experimento contracultural de la legendaria comunidad alpina, fuente de inspiración de una autora que la conocía de primera mano— en volumen exento, y ofrece el aliciente de un curioso prólogo de Zizek que fue originalmente rechazado por ser —lo es— “demasiado teórico y ambiguo” respecto a los rasgos anticuados de la escritura de Du Maurier. Habla el polémico filósofo esloveno, y lo argumenta bien, pese a la jerga, de un “masoquismo femenino” que estaría en el trasfondo de los relatos y actuaría —del mismo modo que en algún poema de Sylvia Plath— como paradójico vehículo de emancipación, pero no es necesario adentrarse en esas profundidades para apreciar lo que valen. No es que las narraciones no ofrezcan —la propia Du Maurier ha dado que hablar en ese sentido— materia apropiada para el análisis psicoanalítico, sino que se disfrutan más si uno prescinde de tortuosas especulaciones para entregarse sin rodeos al placer de lo siniestro.
Dejó escrito Truffaut, que podía atribuirse el mérito de haberlo descubierto, que cuando a mediados de los cincuenta encontró la novela Jules y Jim (1953) de Jean-Pierre Roché en una librería de viejo, se quedó sorprendido al leer que era la primera de un autor septuagenario e inmediatamente fascinado al abrir sus páginas, que lo llevarían a conocer al anciano al que trasladó su deseo —el joven aún no se había estrenado como realizador, Roché moriría antes de verlo— de convertirla en un film. Y seremos no pocos los lectores que hemos hecho el camino inverso: de la maravillosa película de Truffaut —inolvidable Jeanne Moreau en el papel de la dulce Kathe— a la novela que recordamos haber comprado, también, de segunda mano, en la edición española de Debate que lleva en su cubierta el famoso fotograma de la carrera en el puente. No mucho después, la entonces recién nacida Libros del Asteroide dio a conocer entre nosotros la segunda novela de Roché, Dos inglesas y el amor (1956), igualmente triangular y adaptada al cine por Truffaut, y hay también edición en castellano de la póstuma e inacabada Victor (Árdora), una especie de biografía novelada de Marcel Duchamp. Ahora Errata Naturae ha publicado seis relatos, procedentes de periódicos y revistas donde aparecieron (1904-1907) con su nombre o con seudónimo, que llevan el título del primero de ellos, Jules, y sugieren extrañas escenas de la vie de bohème —salvo la historia de “Un pastor”, de reminiscencias pánicas— en las que se anuncian las cualidades que señalara Truffaut a propósito de la prosa lírica de Roché: la sequedad aparente, la precisión de las imágenes o un magistral empleo de la elipsis.
Centradas en la niñez, adolescencia y juventud de ambas, las Memorias (Hermida Editores) de Anastasía Tsvietáieva, hermana menor de la gran poeta rusa, relatan su “vida con Marina” —algo contaba esta última en una breve y hermosísima evocación de esa misma infancia, titulada Mi madre y la música (Acantilado)— antes y después de que la Revolución arrasara el mundo en el que se habían criado. Íntimamente unidas, Asia y su “medio gemela” Musia pertenecían a la burguesía ilustrada, viajaron de pequeñas por Italia, Suiza o Alemania y participaron de una efervescente vida literaria en la que Marina —primero en Rusia y después desde el exilio, en Praga y París— descolló entre los más esclarecidos ingenios de una generación devastada. En el vívido y emocionado recuento de Anastasía, publicado parcialmente en 1971 y sometido por lo tanto a la censura soviética, se calla lo que no podía decirse. Ese inmenso hueco, en un libro por lo demás tan voluminoso, hay que completarlo con la imaginación de lo que debieron de ser los dos años terribles desde que —en mala hora— Marina volvió a la URSS hasta que, tras la ejecución de su marido, se quitó la vida en 1941, o los más de veinte que la propia Anastasía penó en el Gulag. Ya deportada, Asia recibe la noticia del suicidio de su hermana y aún no sabe cómo ha muerto, pero escribe que se siente como “la mitad de un instrumento rajado”.