
Josep Pla (1897-1981) retratado por Eugeni Forcano en casa de su editor Josep Vergés, tres años después (1967) de las últimas anotaciones reunidas en ‘La vida lenta’.
Gracias al documentado ensayo de
Josep Guixà, Espías de Franco (Fórcola), hemos podido saber algo más de las labores de Josep Pla para la red con la que Cambó apoyó a los militares sublevados y sobre la proximidad del escritor al falangismo de anteguerra, pero esa colaboración, bastante más estrecha de lo que se había pensado, apenas se prolongó tras el final de la contienda. Complementarias de las publicadas en su día por
Josep Vergés, que recogían las “Notas para un diario” correspondientes a los años 1965-1968, las ahora reunidas por
Xavier Pla en
La vida lenta (Destino) se refieren a 1956, 1957 y 1964 y muestran, en alusiones contadas, cómo ese distanciamiento del régimen, al menos de puertas adentro, se había convertido en aversión veinte años después del comienzo de la guerra: “El mayor daño que ha hecho Franco es instaurar y fomentar, para mantenerse, la inmoralidad en España”, escribe en 1956, aunque un año después, insistiendo como otras veces en la sensación de asco, reconoce: “no tengo ni fuerza ni juventud para decirlo en voz alta”. Las Notas, redactadas en bruto e inéditas hasta la fecha, no conforman un libro propiamente dicho —el título, buen título, es del editor, sugerido por un primer apunte donde Pla afirma que “a veces la vida parece más larga que la eternidad”— y tampoco podemos saber si su autor habría aprobado que se hicieran públicas, pero está claro que aportan datos relevantes —sobre todo para los biógrafos: lecturas, colaboraciones, encuentros, viajes, referencias al proceso de reescritura de
El cuaderno gris— junto a otros nimios o, digamos, más dudosos. El editor pone como ejemplos de dietarios privados, no concebidos para su difusión, los escritos por
Thomas Mann o
Witold Gombrowicz, igualmente desinhibidos en lo que a la intimidad se refiere, y concede que “la cuestión sobre si se deben publicar textos de un escritor después de su muerte sigue abierta”. Textos no literarios, como es el caso, todo lo más borradores que podrían admitir —y de hecho admitieron, cuando se trata de los viajes— futuros desarrollos, convenientemente expurgados de las confesiones más descarnadas. Es una cuestión difícil, porque Pla se retrata en estas páginas como un hombre a menudo deprimido que padece los estragos del alcohol y se procura placer —él anota: “onanismo”— cuando recuerda a una antigua amante con la que se sigue carteando. Siempre es tentador acceder a los pensamientos de los autores que nos interesan, pero nada ganamos espiando al viejo Pla mientras se entrega a la “sensualidad de baja estofa”.
Si hace no mucho leíamos una estupenda biografía de
Curzio Malaparte, Vidas y leyendas (Tusquets) de
Maurizio Serra, podemos ahora acceder a otra, no menos valiosa, de
Gabriele D’Annunzio, el escritor y aventurero que inspiró a Malaparte y a toda una generación de jóvenes exaltados que nutriría, al menos en un principio, las filas del fascismo italiano. Llamado el precursor, como entre nosotros
Giménez Caballero, o también el “Juan Bautista”, el venerado autor de
El placer nunca militó en el partido de Mussolini, pero como bien escribe
Lucy Hughes-Hallett en
El gran depredador (Ariel), “aunque D’Annunzio no fue un fascista, el fascismo sí era d’annunziano”. Siempre histriónico y excesivo, entre la genialidad y la bufonada, el incansable publicista —agente de sí mismo— había iniciado su carrera como poeta y cronista de sociedad, pero logró brillar en todos los géneros y captar como pocos de sus contemporáneos el aire de los tiempos, ejerciendo de seductor a destajo, de héroe durante la Gran Guerra o de portavoz de las reivindicaciones italianas en el delirante episodio de la toma de Fiume, la actual Rijeka, en Croacia, que trató de convertir en Estado Libre al frente de una milicia en la que se inspirarían los camisas negras del Duce, a quien por lo demás D’Annunzio, que había estrenado el término, consideraba un imitador de segunda clase. Fue, en efecto, el “emblema de una época”, un gran artista irresponsable, un esteticista puro cuya fulgurante trayectoria vale para explicar el trasfondo cultural e ideológico que abonó el camino de la barbarie.

La narradora Stella Gibbons (1902-1989), hasta hace poco desconocida en España, es ahora uno de los nombres ineludibles entre los aficionados al humor inglés.
El éxito de
La hija de Robert Poste (1932) —más de veinte ediciones en cuatro años— de
Stella Gibbons ha animado a los editores de
Impedimenta a recuperar otras obras de la narradora inglesa, además de su secuela
Flora Poste y los artistas (1949) y de
Navidades en Cold Comfort Farm (1940), vinculada a la misma serie que podría relacionarse —el humor teñido de ironía, los caracteres extravagantes, la crítica del romanticismo trasnochado, la parodia de las heroínas victorianas— con la iniciada por su casi coetánea
Nancy Mitford en
A la caza del amor, cuya segunda entrega, por cierto, lleva en su título la expresión
Cold Climate. A
La segunda vida de Viola Wither (1938) y
Westwood (1946) se añade ahora
Bassett, publicada un año después de su novela más celebrada, en 1933, donde Gibbons vuelve a tratar de la vida de la campiña inglesa en un registro que oscila entre la comedia ligera, pero afilada, y el retrato de costumbres, los dos ingredientes que han hecho grande la tradición del
humour británico en la que no faltan escritoras que acompañen a los
Wodehouse, Waugh y compañía. Buenos personajes, diálogos ingeniosos, enredos sentimentales y situaciones disparatadas, sumados, como de costumbre, a un profundo conocimiento de la naturaleza humana.
Ahora que se ha puesto de moda desdeñar los premios institucionales, tal vez sea oportuno recordar las palabras de
Thomas Bernhard —que a veces los aceptaba y otras no, y escribió de ello en términos memorables— cuando le concedieron el Nacional de Literatura: “No estoy dispuesto a rechazar veinticinco mil chelines, soy codicioso, no tengo carácter, yo también soy un cerdo”. Famosamente vitriólico, el austriaco no era de los que alardean de espíritus puros, pero su franqueza brutal resulta más espontánea o menos sospechosa que los melindres de quienes —como
Sartre, de quien se dice que reclamó años después el importe del Nobel que había rehusado en los sesenta— aprovechan cualquier ocasión para impartir lecciones morales. En el reciente volumen póstumo,
En busca de la verdad (Alianza), que ha reunido los escritos “públicos” de Bernhard —discursos, cartas de lector, entrevistas, artículos— se reúnen otras muchas muestras de un temperamento atrabiliario que, lejos de halagar a sus compatriotas, se complacía en fustigarlos continuamente, de un modo feroz que reafirmaba su orgullosa soledad y su independencia a prueba de homenajes. El sarcasmo de Bernhard puede llegar a ser cansino y no extraña que se ganara la animadversión de aquellos a quienes zahería por sistema, pero su actitud de dinamitero intelectual contrasta positivamente con la hipocresía de quienes predican la insumisión y la desconfianza del poder al tiempo que lo ejercen como vulgares sectarios. Más o menos acertadas, hay otras formas de comparecer en la plaza que rehúyen los lamentos gremiales, la banalidad autocomplaciente o las solidaridades de cartón piedra.
Discípulo de
Sheridan Le Fanu, de quien publicó una antología donde juzgaba al irlandés por encima de
Poe, y considerado como uno de los máximos exponentes de la ghost story, el inglés
Montague Rhodes James responde al clásico perfil del académico —fue director de Eton y decano del King’s College— que escribe ficción en sus ratos libres. El trasfondo realista, los toques de humor o las referencias eruditas y bibliográficas se cuentan entre sus aportaciones al género, representadas por cuatro títulos disponibles en el benemérito catálogo de
Valdemar, verdadera mina para los aficionados a la literatura fantástica. Reeditada por Siruela, la antología
Cuentos de fantasmas reúne muestras de todos ellos, entre los que figuran “El conde Magnus” —recogido por
Juan Antonio Molina Foix en la selección,
El horror según Lovecraft (Siruela), donde el traductor y estudioso reunió las preferencias personales del solitario de Providence—, “El grabado” —que
Luis Alberto de Cuenca declara su predilecto en estas mismas páginas— o “El fresno”, que inspiró a
Robert Graves a la hora de recrear su visión de los nidos de la Diosa, entrevistos en sueños o más bien en pesadillas. “Habita en las peñas, allí pernocta… —escribe Graves, citando el libro de
Job— De sangre se alimentan sus crías…”. El terror, no menos significativo que su cualidad generadora, es otro de los atributos de la Madre eterna.