Noticias de la URSS
Como apuntaba Andreu Navarra en El espejo blanco (Fórcola), resulta paradójico que entre los primeros viajeros españoles a la URSS hubiera políticos, escritores o periodistas liberales o conservadores que difundieron una visión no favorable, pero sí comprensiva o relativamente benevolente, y en cambio otros, encuadrados en la izquierda, se mostraran muy críticos, tal vez porque sus expectativas previas eran mayores. Al segundo grupo corresponderían los duros testimonios del socialista Fernando de los Ríos en Mi viaje a la Rusia sovietista (1921), donde denunciaba el despotismo del régimen, y el anarquista Ángel Pestaña, que viajó como delegado de la CNT para participar en la III Internacional y publicó años después, en 1924 y 1925, sus negativas impresiones sobre el rumbo autoritario del nuevo Estado: dos volúmenes —reeditados por Almuzara con el título original de Setenta días en Rusia— que le valieron agrias condenas de los camaradas filosoviéticos. Del primer grupo, el de los no izquierdistas que hasta cierto punto simpatizaron con la naciente épica y los formidables retos de un país inmenso, es buena muestra el Viaje a Rusia de Josep Pla, que seguía inédito en castellano y ha sido traducido por Marta Rebón para Destino. Enviado como corresponsal por el diario La Publicitat, Pla se trasladó a la meca del comunismo en el verano de 1925, cuando el enfrentamiento entre Stalin y Trotski, todavía soterrado, no había pasado a mayores. Contó con la inestimable ayuda de Andreu Nin, que como residente y colaborador de los bolcheviques, muy cercano al fundador del Ejército Rojo, le pasó a su paisano abundante información para su “investigación periodística”. Las Noticias de la URSS del joven Pla, cuya intrahistoria nos cuenta en una nota posterior de 1967, tienen el mismo valor de instantánea que los citados u otros de esos años inaugurales, pero Pla era ya Pla y sus dotes de observación, aunque contenidas por la intención de que los datos objetivos predominaran sobre las opiniones, dejan también aquí su particular sello. Del carácter más bien complaciente de sus apuntes habla el hecho de que Nin, que deploraría la mentalidad pequeñoburguesa de Pestaña, le dedicara a Pla moderados elogios. Aunque no carezca de interés retrospectivo, el poco favorecedor retrato que el cronista —varias décadas después— trazó del infortunado revolucionario, es lo único desagradable del libro.
La tradición libertaria tiene héroes, bestias y mártires, como en el subtítulo del memorable libro de relatos de Manuel Chaves Nogales, pero los que entran en la primera categoría no siempre se corresponden con los perfiles más venerados. La fama internacional, por lo demás merecida, se la llevaron Durruti y los Solidarios, pero hubo otros anarquistas que rozaron la disidencia y se comportaron como bravos líderes, intransigentes con el extremismo radical que como pensaba Salvador Seguí, el Noi del Sucre, asesinado por los pistoleros de la patronal durante los “años de plomo”, no beneficiaba a las reivindicaciones de la clase obrera. Su historia se cuenta en una excelente novela real de Antonio Soler, Apóstoles y asesinos, y nos viene a la cabeza a la hora de volver a Pestaña, que también aparece en el relato. El dirigente cenetista no había evolucionado aún al posibilismo que lo llevaría a fundar, anatema entre los suyos, un partido político, pero mostró ya entonces —hizo su viaje a la URSS en 1920, el mismo año en que caía el Noi— valor, buen juicio y olfato para detectar, donde otros militantes veían la construcción del paraíso, una inequívoca dictadura en ciernes. Las dos entregas de sus Setenta días…, Lo que yo vi y Lo que yo pienso, ponen de manifiesto el limpio esfuerzo de su autor por celebrar hasta donde pudo los “gérmenes de un mundo nuevo” sin callar —tampoco lo hizo in situ, dejando al mismísimo Lenin impresionado por su audacia— un desacuerdo innegociable.
Es probable que la figura del pintor, dibujante y también escritor Andrés Martínez de León no sea hoy, aunque colaborara durante años en los principales diarios de Madrid, demasiado conocida fuera de Andalucía, donde el padre del sin par Oselito sigue teniendo sus fieles. Quienes sientan curiosidad por acercarse a la faceta literaria del humorista, hasta tal punto unido a su criatura, una suerte de alter ego, que acabó por formar un solo ente con el creador, tienen a su disposición el volumen recopilatorio —De Coria a Sevilla pasando por Moscú, donde se recoge el maravilloso Oselito en Rusia (1935)— que publicó hace unos años la Diputación de Sevilla, editado y prologado por Francisco Canterla, o el impecable estudio introductorio con el que Rafael Alarcón Sierra abre su reciente edición crítica de Las crónicas de Oselito en la Guerra Civil (Guillermo Escolar Editor), tomadas de sus colaboraciones en las revistas Frente Sur, Frente Extremeño y Frente Rojo y nunca hasta ahora reunidas en libro. Trianero, taurino, bético y republicano, el “hijo adoptivo” de Martínez de León, que usa una ortografía fonética para transcribir el habla bajoandaluza, encarna el genio popular del Mediodía con tal gracia que hasta los fasistas, que lo condenaron por injurias a sus generales, acabaron conmutándole la pena.