Poesía y música
Con razón saludada como un acontecimiento de primer orden, la nueva edición de la Comedia en la cuidada traducción de José María Micó, publicada por Acantilado, está a la altura de un gran sello humanista como el fundado por Jaume Vallcorba, que ya había acogido dos trabajos suyos: la breve y estimulante colección de ensayos sobre autores predilectos, Clásicos vividos, y los ejemplares estudios reunidos en Para entender a Góngora, donde el filólogo catalán anunciaba su propósito de consagrarse a la titánica tarea de traducir a Dante. Las dos últimas versiones castellanas de la obra cumbre del florentino, ambas en verso, se debieron a Ángel Crespo (1977) y Abilio Echevarría (1995), que se midieron también el primero a Pessoa y el segundo a Milton, pero pese a los hallazgos, que en ambos casos los había, la apuesta por conservar la rima consonante tenía el efecto inevitable de forzar la sintaxis y el léxico hasta extremos que provocaban extrañeza. El debate sobre las limitaciones y los objetivos de la traducción de poesía, interesante en un sentido teórico, tiene en la práctica una fácil respuesta: salvo raros milagros, localizados en pasajes puntuales, la decisión de recrear la rima consonante, incluso en lenguas próximas como lo es la italiana, malogra los eventuales aciertos por la obligación de atenerse a un patrón artificioso que además exige renunciar en buena medida a la riqueza de las imágenes originales. En los endecasílabos blancos de Micó, que mantiene la disposición de los tercetos, se aprecia la mano del poeta e incluso la del músico, pues ambas cualidades confluyen en un traductor que ya optó por respetar la estructura de la octava, pero no la rima, en su premiada versión del Orlando furioso. Sobria, manejable y elegantemente compuesta, la edición de Acantilado —el título, Comedia a secas, prescinde del epíteto que le añadiera Boccaccio— ofrece la traducción en un cuerpo mayor y al pie, en doble columna, las estrofas italianas, sin notas ni aparato crítico. El propio Micó firma un escueto pero impecable prólogo, las ceñidas introducciones a cada uno de los cantos y un “índice razonado” donde se aporta valiosa información sobre personajes, obras y lugares, con su correspondiente referencia. Aunque vinculado todavía al mundo medieval, el maravilloso poema de Dante abre la Edad Moderna y puede ser definido como una obra fundacional de la que nace, además de una literatura, una cosmovisión que sigue fascinando a los contemporáneos e impregna, aún hoy, la obra no solo literaria de los incontables artistas que se han mostrado deudores de su imaginario.
Fue en su tiempo tan popular como Dickens, su gran amigo y teórico rival —de hecho editor y cómplice— en las revistas donde ambos publicaban sus novelas por entregas, pero Wilkie Collins es hoy bastante menos conocido salvo por dos obras que se cuentan entre las mejores de su género, que era la llamada novela de sensación, intriga o misterio. Borges, que siguiendo a Chesterton, Swinburne y Eliot —este último sostuvo que se debía a Collins y no a Poe, el padre de Auguste Dupin, la invención del relato policiaco—, declaró la absoluta maestría del narrador londinense tanto en La piedra lunar (1868), donde el autor trataba de la opiomanía que él mismo padeció en grado severo, como en La mujer de blanco (1860), que fue su primer éxito y preludiaba en el personaje del profesor Walter Hartright —aunque es el sargento Cuff de la novela posterior el que pasa por ser el primer detective de la literatura británica— la figura del investigador privado. Disponemos en castellano de varias ediciones de ambos títulos, pero merece la pena recomendar las recientes de Navona en su colección Ineludibles, encuadernadas en tela y traducidas por José Luis Piquero (The Moonstone) y el fallecido Miguel Martínez-Lage (The Woman in White). En las dos usó Collins el feliz procedimiento, heredado de la narrativa epistolar, de contar la historia por medio de diferentes protagonistas, que multiplican los puntos de vista y refuerzan la expectativa o lo que Eliot llamaba las posibilidades del melodrama.
En La vida eterna (Ariel), donde se recogían, entre otras relacionadas con las creencias religiosas y el deseo de inmortalidad, consideraciones muy lúcidas sobre las “vías no dogmáticas del espíritu”, celebraba Fernando Savater la figura y la obra de Lev Shestov en términos que invitaban a conocer a un autor, exiliado de la revolución bolchevique, que ha concitado la admiración de gigantes como Heidegger, Cioran o Camus. Ruso o ucraniano de origen judío, Shestov pasa por ser el principal representante del existencialismo en el país eslavo, afirmación seguramente cierta que no hace justicia a la profunda originalidad de su pensamiento, heredero de
Kierkegaard y Nietzsche —aunque su verdadero maestro quizá fuera Dostoievski— e igualmente intempestivo. Gracias a Hermida, que ya publicó su Apoteosis de lo infundado en traducción de Alejandro Ariel, podemos ahora acceder a su obra más celebrada, Atenas y Jerusalén (1937), que estaba inédita en español y ha sido traducida por el propio Ariel para el mismo sello en un volumen que cuenta con una pulcra introducción del editor, Alejandro Roque Hermida. En tiempos de ortodoxia e ideas estabuladas, reconforta leer a un pensador radicalmente libre que hizo la crítica del racionalismo —de la ciencia, la lógica e incluso la ética, como explicaba Savater— manejando un concepto de Dios tan incómodo para los creyentes como paradójicamente atractivo para quienes desconfían de las verdades necesarias.
Kierkegaard y Nietzsche —aunque su verdadero maestro quizá fuera Dostoievski— e igualmente intempestivo. Gracias a Hermida, que ya publicó su Apoteosis de lo infundado en traducción de Alejandro Ariel, podemos ahora acceder a su obra más celebrada, Atenas y Jerusalén (1937), que estaba inédita en español y ha sido traducida por el propio Ariel para el mismo sello en un volumen que cuenta con una pulcra introducción del editor, Alejandro Roque Hermida. En tiempos de ortodoxia e ideas estabuladas, reconforta leer a un pensador radicalmente libre que hizo la crítica del racionalismo —de la ciencia, la lógica e incluso la ética, como explicaba Savater— manejando un concepto de Dios tan incómodo para los creyentes como paradójicamente atractivo para quienes desconfían de las verdades necesarias.