Socialista, esteta y monje
Usamos con demasiada frecuencia el adjetivo inclasificable para calificar a escritores que no es que no lo sean, puesto que ninguno que merezca la pena puede ser limitado a una etiqueta, pero cuya rareza no admite comparación con la que caracteriza a los verdaderamente irreductibles. Es el caso de Hugo Ball a quien asociamos —este año se cumple el centenario de su fundación, en plena Gran Guerra— al legendario Cabaret Voltaire, cuna del dadaísmo y punto clave que coloca a Zurich en el mismo centro de la geografía de las vanguardias, lo que por sí solo situaría su nombre, junto al de Tristan Tzara —y sin olvidar a la mujer del primero, la actriz y poeta Emmy Hennings—, entre los osados iniciadores de la edad de los ismos. El propio Ball recreó la aventura tanto en su novela Flametti o el dandismo de los pobres (Berenice) —que en realidad refleja los antecedentes inmediatos— como en su diario La huida del tiempo (Acantilado), donde reflexionaría con lucidez y distancia sobre aquel “juego de locos”. No en vano, como dice Paul Auster, el inquieto pionero fue también el primer desertor del movimiento. Sus intereses posteriores, de hecho, lo llevaron por muy otros derroteros o quizá no tanto, del anarquismo —escribió sobre Bakunin— a la intrincada teología que se refleja en los ensayos reunidos en Dios tras Dadá o el recién aparecido Cristianismo bizantino (ambos en Berenice, traducidos por Fernando González Viñas), donde el siempre heterodoxo Ball, retornado a la fe católica, propuso una vuelta al monacato de la mano de tres santos primitivos: Juan Clímaco, Dionisio Areopagita y Simeón el Estilita. No hay contradicción, ha sostenido Auster, entre las sucesivas encarnaciones de quien aspiraba a conciliar en un solo ideal las figuras del socialista, el esteta y el monje, sino una conciencia clara de que la decadencia de la “moderna cultura burguesa” exigía respuestas radicales.
El exitoso rescate de Thoreau ha tenido como uno de sus principales valedores al sello Errata Naturae, que viene acogiendo en su catálogo otras obras herederas de su espíritu y acaba de inaugurar una colección, Libros Salvajes, expresamente inspirada por la venerable figura del pensador de Massachusetts. La abre el veterano naturalista Doug Peacock —modelo real del excéntrico protagonista de La banda de la tenaza de Edward Abbey— con Mis años Grizzly, que recoge sus experiencias entre los osos que convirtieron al antiguo boina verde, excombatiente en Vietnam, en un activista entregado a la causa del ecologismo, al que seguirán autores como Dan O’Brien (Los búfalos de Broken Heart) o Éric Vuillard (Tristeza de la tierra). Fuera de ella la misma editorial ha publicado otra valiosa reivindicación de la vida al margen de las grandes ciudades, Las riquezas verdaderas de Jean Giono, donde el celebrado autor de El hombre que plantaba árboles (Duomo) evocaba la alegría —una de sus palabras clave— compartida con sus amigos “del Contadour” en las amadas montañas de la Alta Provenza. Como recuerdan los editores, el “pacifismo intransigente” de Giono, que había conocido de primera mano el infierno de Verdún, y la coincidencia con los pétainistes en el elogio de las virtudes de la Francia rural, fueron errónea o arteramente interpretados en la posguerra como un apoyo tácito al régimen de Vichy, pero el autoritarismo maniatado del Mariscal no guardaba ninguna relación con su estirpe de raíz libertaria. Entre el ensayo y la narración, Giono —”visionario y zahorí de lo sagrado”— defiende en estas páginas luminosas la verdad y la belleza de los ciclos naturales y de sus más directos beneficiarios las gentes del campo, entre quienes era y es posible vivir de otra manera.
Se habla con razón de los olvidos del premio Nobel o de las decisiones a veces arbitrarias de sus jurados, cuyos fallos a menudo sorprenden o parecen dictados por motivos no sólo literarios, pero hay que reconocerles también los aciertos y entre los de las últimas décadas ha estado el de revelar para la mayoría el nombre de una autora maravillosa, la polaca Wislawa Szymborska. Publicada por Visor, la Antología poética de Elzbieta Bortklewicz recorre todos sus libros y resulta altamente recomendable para quienes tengan la suerte del descubrimiento pendiente. La aparente sencillez, la sobriedad, la ligereza o el buen humor son algunas de las cualidades de unos poemas que evitan las certezas contundentes, coquetean sabiamente con la ingenuidad y abordan con ironía hasta las cuestiones más serias. Cita la traductora una afirmación de Szymborska que deberían enmarcar en su estudio todos esos vates engolados que no pueden evitar la solemnidad o sólo saben hablar mirando a sus lectores por encima del hombro: “Siempre, cuando escribo, tengo la sensación como si alguien estuviera detrás de mí haciendo muecas de payaso. Por eso me cuido mucho y evito como puedo las palabras altisonantes”. Puede ser muy grande la letra pequeña.