Un delirio lógico
Aficionado a las novelas policiacas y lector de clásicos como Poe, Conan Doyle o Gaston Leroux, el inagotable Fernando Pessoa —casi literalmente inagotable, a juzgar por los continuos hallazgos o recuperaciones— se probó también en el género de la mano de un personaje inequívocamente pessoano, el “médico sin clínica y descifrador de enigmas” Abílio Fernandes Quaresma, recientemente fallecido (1930) cuando el editor o eventual narrador recopila sus casos. “Siempre soñador, encerrado en su alcoholismo impenitente”, y hombre de apariencia insignificante pero formidable capacidad analítica, el detective protagoniza trece relatos o proyectos de novelas que fueron reunidos por el portugués en Quaresma, descifrador (Acantilado), un volumen laboriosamente reconstruido y presentado por Ana María Freitas. Cuenta la estudiosa que Pessoa —de quien cita un ensayo, Detective Story, iniciado ya hacia 1905— estuvo desde siempre interesado en la materia y trabajó en la serie de Quaresma por espacio de décadas, sin llegar a terminar ninguna de sus entregas. “El razonamiento aplicado era su placer abstracto”, dice el extraño extranjero, como lo llamó Bréchon, de su desmadejada criatura, pero tanto o más que sus aventuras deductivas interesa el retrato de ese razonador ensimismado que vaga por la “Lisboa de Bernardo Soares, a merced de un delirio lógico” y recuerda en muchos aspectos al propio Pessoa, de quien es claro reflejo.
Como su amigo Boris Vian, otro compulsivo creador de heterónimos —se le atribuyen dos decenas largas— que firmó como Vernon Sullivan una escandalosa serie de novelas negras por las que llegaría a ser procesado y condenado a una cuantiosa multa, tras ser declarado culpable de haber atentado contra las “buenas costumbres”, el no menos genial y polifacético Raymond Queneau atribuyó a Sally Mara, jovencita de moral relajada y reconfortante buen humor, tres libros que serían agrupados por el propio Queneau en unas Obras completas de Sally Mara (Blackie Books) donde podemos leer su desinhibido Diario íntimo (1950), la novela folletinesca Siempre somos demasiado buenos con las mujeres (1947) y una minicolección de fruslerías —“me repugna escribir esta palabra”— que tituló Sally más íntima, inédita hasta ahora en castellano y formada por chispeantes aforismos basados en juegos de palabras. “¡Oh Sally Mara de los sueños de tantos! ¡Cuántas veces me pregunté qué habría sido de ti, irlandesa de 1,68 de altura, pelo corto a lo garçon, 63 kilos!”, exclama su admirador Enrique Vila-Matas en la brevísima Obertura que sirve de pórtico a las Obras. Travestido de muchacha, el gran “sátrapa” del Colegio de Patafísica practicó una irresistible combinación de humor y erotismo, mezclando el homenaje o la parodia de los géneros populares —de los relatos de iniciación sentimental, de la épica nacionalista— y la experimentación con el lenguaje que caracteriza toda su obra. Pocos escritores ha habido menos convencionales, pocos tan lúcidos y radicalmente libres.
Compañero de viaje de Queneau en el Taller de Literatura Potencial y traductor de algunas de sus obras al italiano, Italo Calvino —entusiasta lector de Sally— demuestra, como el autor de los Ejercicios de estilo, que el deseo de desbrozar nuevos caminos o el gusto festivo por la erudición son compatibles con la levedad, una de sus seis famosas “propuestas para el nuevo milenio”. Con más de treinta obras publicadas, la Biblioteca Calvino de Siruela ha dado a conocer dos nuevas entregas que atestiguan su talento como intérprete de textos ajenos, faceta no menor de quien explicara como nadie el valor de los clásicos: una estupenda recreación en prosa del Orlando Furioso, donde el escritor da rienda suelta a su vieja pasión por Ariosto, y Los libros de los otros, que recoge una selección de las cartas —a veces verdaderos informes de lectura— redactadas durante las décadas de su cambiante pero siempre estrecha colaboración con Einaudi. Al cuidado de Giovanni Tesio, el epistolario (1947-1981) refleja su trabajo como editor literario y da una idea muy precisa de lo que supone dicha labor, cuando quien la ejerce es un lector tan fino y exigente —a veces generoso, a veces implacable— como Calvino, entre cuyos cómplices o corresponsales se contaban otros autores importantes como Primo Levi, Leonardo Sciascia o la grandísima Natalia Ginzburg. En la jugosa Nota que precede a la recopilación, donde traza una semblanza muy viva de su antiguo colega de tareas editoriales, escribe Carlo Fruttero: “Se daba por descontado que el nuestro no podía ser un oficio rentable y más aún, parecía milagroso poder ganarse la vida trabajando en algo tan precario como la literatura”. Sigue siendo así en nuestro tiempo, pero hay que creer en los milagros.