Un febeo furor de madrigal
Como Rubén Darío o Eça de Queirós, de quien en los últimos años hemos podido leer los Ecos de París y las Cartas de Inglaterra (ambos en Acantilado) o las Estampas egipcias (Impedimenta), el joven Gabriele D’Annunzio fue uno de los precursores de la crónica que llamaríamos moderna, puesto que los franceses ya hacían algo parecido —aunque a menudo en cartas o ediciones privadas— desde el siglo XVIII y después Baudelaire, padre de tantas cosas, le dio al género, no solo en los Salones, una contextura definitivamente urbana. Asociada también al simbolismo, la crónica social y de costumbres fue cultivada en la segunda mitad del XIX por muchos narradores o poetas que veían en ella no solo una fuente de ingresos, sino asimismo un modo de alternar en las reuniones mundanas y de hacerse —en tanto abordaban o no abordaban las grandes obras que les darían la inmortalidad— con un nombre, mejor si acompañado de una leyenda moderadamente escandalosa. Publicadas por Fórcola en edición de Amelia Pérez de Villar, las Crónicas romanas de D’Annunzio son anteriores a su primera novela, El placer (1889), y recogen las prosas de variedades en las que el todavía adolescente y pronto exitoso muchacho, convertido en un verdadero arbiter elegantiarum, anotó sus impresiones sobre la Roma fin de siècle. Para la editora, el D’Annunzio de esos años —frívolo, decadentista, ocupado en duelos y aventuras galantes— sería también el primer periodista moderno. El “Bonaparte de la literatura italiana”, como lo llamó su amigo Cesare Testa, podía ser algo fatuo —“por temperamento, por instinto, necesito lo superfluo”—, pero también sabía mostrar distancia hacia su personaje y practicar la autoparodia, como cuando, en el irónico “Contra las crónicas” (enero de 1885) afirma: “Un febeo furor de madrigal se ha apoderado de las almas de los cronistas. Todos ellos se afanan en buscar algún nuevo epíteto, alguna frase preciosa, algún verbo eficaz, alguna similitud lírica”. Hablamos en todo caso de un autor en formación, muy alejado de aquel otro que décadas después, en 1919, lideraría la toma de Fiume, ciudad que trató de recuperar para los italianos y declaró Estado Libre en una acción —mezcla, muy neolatina, de espectáculo y bufonada— que preludiaba los modos del fascismo, no en vano el poeta se autoproclamó Duce antes de que las huestes de Mussolini marcharan sobre la antigua capital del Imperio. Cita Pérez de Villar, al frente de su prólogo, una célebre sentencia de Pirandello: “La vita, o si vive o si scrive”, pero quién, que lea, dirá que no ha vivido.
No es de esperar que los políticos que nos gobiernan se acerquen en sus ratos libres a Cicerón, ni siquiera si se les ofrece en compendio o pequeñas píldoras, pero la vanidad de más de un ministro o consejero autonómico —de los que se escuchan a sí mismos, pese a las sonrojantes limitaciones de su retórica— se vería seriamente disminuida si comprobaran que hace más de dos mil años había oradores capaces de expresar sus juicios con claridad y distinción, a propósito de temas, además, tan actuales como la corrupción o la acogida a los inmigrantes. Con el título —algo desmesurado, dada la extensión del opúsculo, pero tal vez suficiente si nos atenemos a las aludidas carencias— de Cómo gobernar un país, Ariel ha publicado una “Guía antigua para políticos modernos” que es en realidad una breve antología comentada por Philip Freeman, profesor norteamericano de Clásicas, un volumen tal vez demasiado sumario pero en todo caso incitador, que tiene al menos la ya rara virtud de ofrecer también los originales latinos, aunque por desgracia no confrontados. Parece que el propio Freeman es autor de una edición inglesa del sorprendente librito de otro Cicerón
—Quinto Tulio, hermano pequeño del anterior— que entre nosotros publicó Acantilado, un Breviario de campaña electoral donde el frater minor hacía las veces de agente ducho en toda clase de argucias para captar el voto. Con decir que el fallecido político democristiano Giulio Andreotti, que podía ser un mafioso pero no era un ignorante, elogió sus consejos todavía útiles, está dicho todo. Escribió más de treinta novelas y fue muy popular en la Gran Bretaña de anteguerra, pero hoy ha caído en un olvido no del todo improcedente, del que al menos en España la ha rescatado el editor de Asteroide, que ya hizo lo propio —en buena hora y con excelentes resultados— al recuperar la maravillosa obra de Nancy Mitford. Nacida en 1890, E.M. Delafield es anterior en una generación a la primogénita del barón de Redesdale, que le sobreviviría largamente en todos los sentidos, pero aunque ambas trataron de la vida de las clases altas, el mundo de Delafield es, por así decirlo, mucho más de andar por casa. Las entradas del Diario de una dama de provincias, que fueron publicadas primero como colaboraciones en una revista “liberal y feminista”, hablan con gracia de sus problemas domésticos —o de los de una protagonista que se le parece mucho— de un modo fresco, casual y bienhumorado que no tiene demasiadas pretensiones. El estilo fácil, conversacional de Delafield no carece de encanto y es ligero en el mejor de los sentidos, pero parece demasiado orientado a complacer el gusto de ese público de señoras acomodadas que se reunían a la hora del té para compartir las quejas a propósito del servicio. Mitford, tal vez por su procedencia no burguesa, pero también por su formación —que fue autodidacta— y desde luego por su carácter, tenía un humor bastante más afilado. Pronto asistiremos a un aluvión de novedades conmemorativas de la Grande Guerre, cuyo centenario se cumplirá en agosto de 2014, pero antes de que lleguen convendría pasar revista a algunas aportaciones valiosas de los últimos años. Está reciente la primera edición española del Diario de guerra (Tusquets) de Ernst Jünger en la impecable presentación de Helmuth Kiesel, un libro meticuloso del que el siempre desconcertante escritor alemán —esa mezcla de poderosa inteligencia y fría imperturbabilidad— se sirvió para redactar Tempestades de acero (disponible en la misma editorial), una temprana obra maestra que es lo mejor que dio aquella terrible carnicería por la parte de los adeptos —no demasiado numerosos, entre los excombatientes— a la épica de las trincheras. Por la otra, la de los veteranos traumatizados o muertos en combate, es ineludible la lectura de los conmovedores Poemas de guerra (Acantilado) de Wilfred Owen, que murió junto al Oise apenas unos días antes del armisticio. Íntimo amigo de Siegfried Sassoon, el infortunado Owen aparece también en una antología de Borja Aguiló y Ben Clark —Tengo una cita con la Muerte (Linteo)— de autores británicos o norteamericanos en la que están representados otros poetas y soldados fallecidos como Rupert Brooke o Isaac Rosenberg. “Este libro no trata de héroes”, decía Owen al comienzo de su “Prefacio”, pero él mandaba una compañía y había sido condecorado por su valor en la batalla. Coincidiendo con el nuevo ensayo de Philipp Blom, El coleccionista apasionado, Anagrama ha reeditado el excelente Años de vértigo, donde el admirador de los philosophes y “biógrafo” de la Encyclopédie trata del tiempo inmediatamente anterior al estallido de la contienda, desde la Exposición Universal de París en 1900, a la que dedica páginas estupendas, hasta el famoso magnicidio de Sarajevo. Quince años en efecto vertiginosos que asistieron a cambios profundos e irreparables, desde la perspectiva de quienes, nostálgicos de las turbinas, no celebraban con particular entusiasmo la era de las dinamos. Por cierto que el atentado que acabó con la vida del desastroso Francisco Fernando —a quien el anciano emperador austrohúngaro “odiaba cordialmente”— aparece desplazado en el relato de Blom —que es un relato cultural, no político— por el sonado asesinato de Gaston Calmette, el director de Le Figaro, a manos de la bella mujer del ministro de Finanzas, Henriette Caillaux, así como por el posterior del líder socialista Jean Jaurès, fundador de L’Humanité y abogado de la causa de Dreyfus. Nada entonces hacía sospechar a los franceses, deseosos como el resto de los europeos de empezar cuanto antes la guerra, que sería otro crimen, en los remotos Balcanes, el que acabaría encendiendo la mecha.
—Quinto Tulio, hermano pequeño del anterior— que entre nosotros publicó Acantilado, un Breviario de campaña electoral donde el frater minor hacía las veces de agente ducho en toda clase de argucias para captar el voto. Con decir que el fallecido político democristiano Giulio Andreotti, que podía ser un mafioso pero no era un ignorante, elogió sus consejos todavía útiles, está dicho todo. Escribió más de treinta novelas y fue muy popular en la Gran Bretaña de anteguerra, pero hoy ha caído en un olvido no del todo improcedente, del que al menos en España la ha rescatado el editor de Asteroide, que ya hizo lo propio —en buena hora y con excelentes resultados— al recuperar la maravillosa obra de Nancy Mitford. Nacida en 1890, E.M. Delafield es anterior en una generación a la primogénita del barón de Redesdale, que le sobreviviría largamente en todos los sentidos, pero aunque ambas trataron de la vida de las clases altas, el mundo de Delafield es, por así decirlo, mucho más de andar por casa. Las entradas del Diario de una dama de provincias, que fueron publicadas primero como colaboraciones en una revista “liberal y feminista”, hablan con gracia de sus problemas domésticos —o de los de una protagonista que se le parece mucho— de un modo fresco, casual y bienhumorado que no tiene demasiadas pretensiones. El estilo fácil, conversacional de Delafield no carece de encanto y es ligero en el mejor de los sentidos, pero parece demasiado orientado a complacer el gusto de ese público de señoras acomodadas que se reunían a la hora del té para compartir las quejas a propósito del servicio. Mitford, tal vez por su procedencia no burguesa, pero también por su formación —que fue autodidacta— y desde luego por su carácter, tenía un humor bastante más afilado. Pronto asistiremos a un aluvión de novedades conmemorativas de la Grande Guerre, cuyo centenario se cumplirá en agosto de 2014, pero antes de que lleguen convendría pasar revista a algunas aportaciones valiosas de los últimos años. Está reciente la primera edición española del Diario de guerra (Tusquets) de Ernst Jünger en la impecable presentación de Helmuth Kiesel, un libro meticuloso del que el siempre desconcertante escritor alemán —esa mezcla de poderosa inteligencia y fría imperturbabilidad— se sirvió para redactar Tempestades de acero (disponible en la misma editorial), una temprana obra maestra que es lo mejor que dio aquella terrible carnicería por la parte de los adeptos —no demasiado numerosos, entre los excombatientes— a la épica de las trincheras. Por la otra, la de los veteranos traumatizados o muertos en combate, es ineludible la lectura de los conmovedores Poemas de guerra (Acantilado) de Wilfred Owen, que murió junto al Oise apenas unos días antes del armisticio. Íntimo amigo de Siegfried Sassoon, el infortunado Owen aparece también en una antología de Borja Aguiló y Ben Clark —Tengo una cita con la Muerte (Linteo)— de autores británicos o norteamericanos en la que están representados otros poetas y soldados fallecidos como Rupert Brooke o Isaac Rosenberg. “Este libro no trata de héroes”, decía Owen al comienzo de su “Prefacio”, pero él mandaba una compañía y había sido condecorado por su valor en la batalla. Coincidiendo con el nuevo ensayo de Philipp Blom, El coleccionista apasionado, Anagrama ha reeditado el excelente Años de vértigo, donde el admirador de los philosophes y “biógrafo” de la Encyclopédie trata del tiempo inmediatamente anterior al estallido de la contienda, desde la Exposición Universal de París en 1900, a la que dedica páginas estupendas, hasta el famoso magnicidio de Sarajevo. Quince años en efecto vertiginosos que asistieron a cambios profundos e irreparables, desde la perspectiva de quienes, nostálgicos de las turbinas, no celebraban con particular entusiasmo la era de las dinamos. Por cierto que el atentado que acabó con la vida del desastroso Francisco Fernando —a quien el anciano emperador austrohúngaro “odiaba cordialmente”— aparece desplazado en el relato de Blom —que es un relato cultural, no político— por el sonado asesinato de Gaston Calmette, el director de Le Figaro, a manos de la bella mujer del ministro de Finanzas, Henriette Caillaux, así como por el posterior del líder socialista Jean Jaurès, fundador de L’Humanité y abogado de la causa de Dreyfus. Nada entonces hacía sospechar a los franceses, deseosos como el resto de los europeos de empezar cuanto antes la guerra, que sería otro crimen, en los remotos Balcanes, el que acabaría encendiendo la mecha.