Un horror subyacente
Artífices de un poderoso imaginario que es parte ineludible de la gran literatura norteamericana del siglo XX y forjadoras, junto a sus paisanos Faulkner o Capote, del mal llamado gótico sureño, Katherine Anne Porter, Flannery O’Connor y Carson McCullers compartieron los escenarios del profundo Sur, los ecos bíblicos y el gusto por los personajes grotescos, marginales, visionarios o descarriados, así como el interés por el mal y las huellas de la decadencia o la atención a las peculiaridades religiosas, sociales y raciales que han marcado la turbulenta historia de los antiguos estados de la Confederación. Con motivo del centenario de la última de las autoras citadas, Seix Barral, que ya tenía la obra completa de McCullers en su catálogo, ha trazado un plan de reedición en varios tomos con prólogos escritos para la ocasión —por Paulina Flores (La balada del café triste) y Cristina Morales (Reflejos en un ojo dorado), a los que se sumarán otros de Jesús Carrasco (Reloj sin manecillas) y Elvira Lindo (El corazón es un cazador solitario)— y nuevas cubiertas de Sara Morante. Además de sus memorias inconclusas, dos títulos introducidos por Rodrigo Fresán, el volumen recopilatorio El aliento del cielo y una pequeña joya —“El mudo” y otros textos, que contiene el sorprendente esquema inicial de El corazón, primera novela de McCullers— completarán el rescate, pero de momento nos quedamos con el epílogo hasta ahora inédito de Tennessee Williams que cierra la nueva edición de Reflejos, donde el también sureño arremete (en 1950) contra los críticos que reprocharon a la autora —y a la escuela en general, de la que se sentía parte— el tratamiento de temas mórbidos o escabrosos. “Hay —les dice Williams— un horror subyacente a la experiencia moderna”.
La herencia del surrealismo o en general de las vanguardias históricas, entre las que aquel aportó sin duda el programa más ambicioso, sigue siendo controvertida, en parte por la degeneración del impulso inicial en propuestas rutinarias —a veces exitosas, pero ya domesticadas— y en parte debido a la caricatura, no del todo infundada, que presenta a sus valedores como una camarilla fanática, obsesionada por la ortodoxia. Del máximo teórico del movimiento, el pope André Breton, se citan antes sus obras más o menos narrativas —merece la pena leer El amor loco (Alianza) en la versión de Juan Malpartida— o ensayísticas —los fundamentales Manifiestos del Surrealismo (Visor)— que su poesía, parte de la cual, correspondiente a la década de los cuarenta, ha sido reunida en un espléndido volumen bilingüe que toma su título —Pleamargen (Galaxia Gutenberg)— de uno de los poemas mayores de Breton. Concienzudamente prologada, traducida y anotada por Xoan Abeleira, la edición tiene un acusado carácter reivindicativo y dedica páginas esclarecedoras al linaje del que partían los superrealistas, al interés del autor —poeta vidente— por la magia, la mitología y las ciencias ocultas o al sentido y el alcance, habitualmente malentendidos, de la escritura automática. Con todo, el rigor y el entusiasmo de Abeleira no disipan la impresión de que el brillante discurso de Breton —ciertamente fiel a su ideario de juventud, entregado con admirable constancia a una labor de apología que era fruto de una “profesión de fe” y se solapaba de modo natural con la custodia del dogma— están por encima de su aplicación práctica en el verso.
Escritos en la era axial, como la denominó Karl Jaspers en su hermoso ensayo Origen y meta de la historia —disponible en Acantilado, que ha recuperado la temprana traducción que Fernando Vela dio a conocer en las prensas de la Revista de Occidente (1951)—, los “Poemas budistas de mujeres sabias” que Jesús Aguado ha versionado e introducido en Therigatha (Kairós) conforman la más antigua antología de literatura femenina en cualquier cultura, transmitida oralmente durante siglos —las autoras fueron contemporáneas del Buddha o muy poco posteriores a su paso por la tierra— y fijada por escrito en el primero antes de Cristo. Al margen de su valor testimonial, que documenta los orígenes de la nueva religión y la inmediata recepción de su doctrina entre los fieles, estos poemas aurorales, obra de “ancianas que han crecido en sabiduría” —monjas o bhikkhunis, explica el traductor, retiradas del mundo como sus compañeros varones— y se expresaban probablemente en magadhi, la lengua indoirania de la que se sirvió el propio Gautama, impresionan por su sencillez no exenta de hondura y transmiten una forma de espiritualidad alegre, luminosa, como debida a quienes se sienten liberados —liberadas— de las servidumbres encarnadas en las pasiones, pero también, pues se trata de mujeres, del estrecho papel asignado a su sexo. No menos que los poemas, conmueven las semblanzas biográficas que los preceden, verdaderos microrrelatos reales que recopilan los datos conocidos de las autoras y resumen sus itinerarios —a modo de “vidas ejemplares”— en textos tan breves como evocadores. “Devotas y valientes”, las llama Aguado, que lleva mucha India recorrida y sabe bien que el coraje, entonces o ahora, no equivale a descreimiento.