Un país aparte
Casi diez años después de su muerte, el recuerdo de Fernando Fernán Gómez sigue en gran medida asociado a su larga dedicación al teatro y al cine, donde ejerció no sólo como popular actor sino también como realizador de películas de culto, pero no cabe ignorar la faceta literaria de un autor de enorme versatilidad que brilló en su escritura teatral —Las bicicletas son para el verano (1984)— o narrativa —El viaje a ninguna parte (1985)— y al que debemos además un extraordinario libro de memorias. Publicado por primera vez en 1990 y ampliado ocho años después, El tiempo amarillo, cuyo título procede de un verso de Miguel Hernández, se convirtió desde su aparición en un clásico de la literatura autobiográfica que trasciende la crónica profesional para ofrecer, desde el lúcido escepticismo que caracterizaba su visión del mundo, un vívido recuento de los trabajos y los días. Devotamente prologada por Luis Alegre, que firmó junto con David Trueba el documental La silla de Fernando (2006), la nueva edición de Capitán Swing rescata el texto completo de un libro que sobre todo en los capítulos de infancia y juventud contiene pasajes y personajes —la madre soltera, la abuela republicana, el niño sin padre— verdaderamente memorables. Hijo y nieto de cómicos, de los que solía decir que formaban “un país aparte”, Fernán Gómez llevaba el teatro en las venas y muy pronto, tras afiliarse al sindicato del espectáculo de la CNT, representó sus primeros papeles en el Madrid sitiado. Aunque nunca dejó de actuar, su inquietud natural y la relativa fatiga de las tablas lo llevaron a incurrir en otros terrenos donde dejaría, como aquí, sobradas muestras de genio. Leal, pudoroso, ligeramente melancólico, el memorialista no necesitó desvelar intimidades para trasladar al lector una profunda impresión de verdad que es también la de toda una época.
Otro hijo natural, fruto de una relación adúltera, fue Louis Aragon, parte del núcleo fundador del surrealismo —nacido, según afirmaba, “del frenesí y la sombra”— y responsable junto a sus correligionarios Breton y Éluard de la adscripción del movimiento a la ortodoxia marxista. Publicada en 1926, El aldeano de París —disponible ahora en Errata Naturae, con traducción de Vanesa García Cazorla— pasa por ser una de las primeras narraciones acogidas a la nueva estética, un título legendario que se inscribe en la moderna tradición de los paseos urbanos —la flânerie o callejeo sin rumbo, a la manera de Baudelaire— e influyó en Walter Benjamin como fuente de inspiración para su inconclusa Obra de los pasajes. Los escaparates, los anuncios o las galerías, los edificios, los parques o los objetos insignificantes, son descritos a través de una subjetividad alucinada y a veces inextricable, que puede resultar fatigosa pero deslumbra con sus destellos visionarios. A una época posterior, la de la Ocupación, en la que Aragon es ya el militante comprometido que participa activamente en la lucha clandestina, pertenece Los ojos de Elsa (1942), primero de los poemarios —traducido por Raquel Lanseros para Visor— que dedicó a su mujer y compañera de toda la vida la también escritora Elsa Triolet, cuya hermana mayor, Lilia Brik, fue íntima de Maiakovski. Con ecos de la antigua lírica occitana y referencias contemporáneas a la postración de la patria sometida, los versos de Aragon alternan la celebración de la amada, la elegía por la caída de Francia —“cuando tu tierra es un amor prohibido”— y la invitación a mantener viva la llama de la resistencia.
Unos descubrían la causa del proletariado internacional y otros, los que podían, escapaban de la inmensa cárcel en la que se había convertido la URSS. Simpatizante de los bolcheviques, veterano de la Revolución de 1905 y autor de una novela antibélica, El quinto infierno, censurada por las autoridades zaristas, el ingeniero naval Evgueni Zamiatin se distanció tempranamente del régimen soviético cuya naturaleza autoritaria vio clara desde el principio. Publicada en Londres en 1924, la celebrada Nosotros —Hermida Editores, en traducción de Alejandro Ariel— logró el reconocimiento después de su edición francesa en 1929, puesto que la rusa —Zamiatin marchó al exilio y vivió sus últimos años en París— no vería la luz hasta finales de los ochenta. Elogiada por dos autores que la tuvieron muy presente a la hora de escribir sus respectivas distopías, Aldous Huxley (Un mundo feliz, 1932) y sobre todo George Orwell (1984, 1949), la novela recrea la alienación imperante en un régimen totalitario, el Estado Unido, regido por un Bienhechor —precursor del Gran Hermano, igualmente obsesionado por la transparencia— que gobierna la ciudad de cristal en la que sus habitantes, designados con números, viven aislados de la naturaleza salvaje. No es difícil ver en el infierno matemático de Zamiatin, donde el sexo está programado y la fantasía y la imaginación son extirpadas por medio de operaciones quirúrgicas, una burla de las pretensiones cientifistas del materialismo histórico, pero el alcance de su denuncia podría extenderse a los tecnócratas de cualquier tiempo.