Una prosa oceánica
Calificado por Faulkner, que no era dado a prodigar elogios, como el mejor escritor de su generación —o el que fracasó a mayor altura—, Thomas Wolfe murió prematuramente de tuberculosis, pero tuvo tiempo de componer una obra narrativa que dejó huella entre sus contemporáneos y sigue señalando una cumbre de la literatura norteamericana del siglo. En los últimos años se han reeditado su primera novela, El ángel que nos mira (Valdemar), y dos casi poemas en prosa, El niño perdido y Una puerta que nunca encontré (ambos en Periférica). Ahora vuelve, de la mano de Piel de Zapa, la formidable Del tiempo y el río (1935), un canto arrebatado a la vitalidad creadora, la soledad y el desarraigo. Pese a los recortes del benemérito Maxwell Perkins, a quien está dedicada, la segunda novela de Wolfe es una obra descomunal, exuberante, desmesurada, que si por una parte remite a los escenarios de la narrativa sureña, por otra se enfrenta a la metrópolis de Nueva York —o al París de los expatriados— y en última instancia responde al modelo clásico del relato de iniciación, solo que el protagonista es no tanto Eugene Gant (claro trasunto del novelista) como la propia escritura, acumulativa, desbordante, impregnada de un profundo lirismo. Más que fluvial, oceánica.
Puede que el escritor y periodista Ignacio Agustí, en otro tiempo muy popular, haya quedado relegado a la letra pequeña de los manuales de literatura —como de hecho ocurre, por ejemplo, en la nueva Historia de Crítica—, pero el también editor, figura clave en el grupo de los “catalanes de Burgos”, no fue en absoluto un novelista desdeñable. Al hilo del centenario de su nacimiento, Destino ha publicado una interesante biografía de Sergi Doria, Ignacio Agustí, el árbol y la ceniza, y reunido en un solo volumen —titulado La saga de los Rius— las dos primeras entregas de su famosa pentalogía, Mariona Rebull (1944) y El viudo Rius (1945). Doria recurre a los recuerdos del propio Agustí, agavillados en el póstumo Ganas de hablar (1974), pero va más allá a la hora de explicar la amargura final del escritor, luego de una serie de decepciones que empezaron con su salida del semanario Destino —nunca se había llevado bien con Vergés, que lo veía como una rémora— y concluyeron en el descrédito y la ruina. Tachado de “colaboracionista”, Agustí, que no era ningún fanático, abogaba por la continuidad del régimen en una monarquía restaurada, no supo o no quiso “ponerse al día” y cayó por ello en el aislamiento. Otros cuyo historial era no menos dudoso corrieron mejor suerte.
Hombre en fuga permanente, Joseph Roth había sido afín a los postulados socialistas, pero no solo por nostalgia del Imperio evolucionó hasta convertirse a la fe católica de los Habsburgo. Sin ser una de sus obras maestras, los extravagantes ensayos, relatos o parábolas recogidos en El Anticristo (Capitán Swing) muestran la faceta polemista del gran escritor austriaco —judío nacido en la actual Ucrania— y su radical extrañeza respecto del tiempo que le tocó vivir, en el que la voz del apátrida se oyó con nitidez a la hora de denunciar la política criminal de los nazis y asimismo los peligros, pronto confirmados, que podían derivarse de la tecnificación de las sociedades modernas. Definitivamente extemporáneo, Roth abominó del progreso desde presupuestos identificados con el humanismo cristiano y proyectó su desconfianza en todas direcciones, algunas de ellas tan pintorescas como la que lo llevaba a impugnar el nuevo arte del cinematógrafo, pero al mismo tiempo mostró una lucidez asombrosa en vísperas del desastre. Dice Ignacio Vidal-Folch —y valdría igualmente el ejemplo de Chesterton— que “la paradoja del siglo XX es que ser conservador ha resultado a veces lo progresista”.
Recuperada por Seix Barral con una bella y sobria cubierta tipográfica, la Carta sobre el comercio de libros (1763) de Diderot es uno de los muchos opúsculos que salieron de la pluma inagotable del philosophe, cuya grafomanía iba pareja a una legendaria capacidad de trabajo. Y de eso, del trabajo de impresores y libreros —pero también de los autores— trata este precioso tratado que defiende la libertad de prensa, los derechos contractuales, la necesidad de salvaguardar la propiedad intelectual o la conveniencia de que los escritores no dependan en exclusiva del favor de los príncipes. La “moderna” visión de Diderot, como señala Roger Chartier, fue contestada años después por Condorcet, que en línea con muchos internautas pensaba que la propiedad de las obras literarias era un “obstáculo impuesto a la libertad”. Un debate, como puede verse, absolutamente actual, aunque conviene precisar que el segundo —al contrario que el esforzado enciclopedista— vivía holgadamente de las rentas.