Una tradición restituida
En su ensayo Cuando Europa hablaba francés, donde retrata a los ilustrados europeos que protagonizaron la edad de la francofilia, Marc Fumaroli recoge a dos señalados representantes de la aristocracia rusa que mostraron una especial inclinación por emular el espíritu y las refinadas costumbres de la nación que ejerció de guía para las elites del XVIII: la zarina Catalina la Grande, corresponsal de Voltaire, y la princesa Dáshkova, íntima amiga de Diderot y fundadora de la Academia que puso en marcha la elaboración del primer diccionario de la lengua, ambas francohablantes y escritoras en el idioma de las Luces. No sin recelos ni tensiones internas, dado que abiertos simpatizantes como la propia Dáshkova se habían mostrado hostiles a la importación de los hábitos occidentales, la devoción por la civilización francesa sobrevivió en la Rusia de los zares a la conmoción revolucionaria —incluso se reforzó, tras la llegada de miles de exiliados monárquicos que se incorporaron a la administración imperial o ejercieron como preceptores en las familias de la nobleza— e impregnaría, aunque lógicamente mermada tras la invasión napoleónica, la cultura de su núcleo cortesano, ejerciendo una profunda influencia en los usos de las clases cultivadas y lo que es más importante, pese a las reticencias de los puristas, en la naciente literatura nacional del Ochocientos.
A la inversa, Francia ofició en buena medida como embajadora de los autores rusos en el continente y ello, a decir de los estudiosos, condicionó el modo en que fue recibida —o literalmente leída en el caso de España, pues las traducciones partían no de las ediciones originales, sino de las versiones francesas, también inglesas o alemanas— una constelación que empezaría a proyectar su ascendiente a partir del último tercio del XIX. Se trataba además de versiones libres, corregidas o abreviadas, a menudo extraídas de obras mayores y retituladas al efecto. Aunque deficientes en todos los sentidos, estas ediciones, limitadas a los autores prestigiosos, contribuyeron a popularizar una narrativa —más que la poesía, que era costumbre traducir en prosa— cuya valoración era asimismo deudora de estudios en otras lenguas o de los prejuicios y lugares comunes —como suele ocurrir con las literaturas periféricas, muchos buscaban un cierto exotismo, en este caso asiático u orientalizante— asociados al mundo eslavo.
Hubo entre nosotros quienes prestaron una atención particular a las letras rusas, escritores como Emilia Pardo Bazán —autora de un estudio pionero, La revolución y la novela en Rusia— u otros como Galdós, Clarín o los noventayochistas, pero hasta los años veinte y treinta del siglo XX no empezaron a circular traducciones directas —en parte estimuladas por el nacimiento de la URSS, que promovió el interés por la lengua y la cultura de Rusia— realizadas por emigrados asentados en España o bien, en sus antípodas ideológicas, por españoles encuadrados en la izquierda militante. Entre estos últimos destaca la figura de Andrés Nin, que tradujo al español un buen número de obras políticas, pero también, al catalán, relatos y novelas de los maestros, antes de ser secuestrado y asesinado por los prosoviéticos durante la Guerra Civil. A ellos se sumaron, ya en los cincuenta, los exiliados retornados del denominado Grupo de Moscú: Luis Abollado, José Laín Entralgo, Augusto Vidal, Arnaldo Azzati, Lydia Kúper e Isabel Vicente. También, aunque discutida, debe citarse la contribución de Rafael Cansinos Assens, que en su esforzado exilio interior —su poliglotismo podía ser de gabinete, pero no resulta por eso menos digno de admiración— llevó a cabo una labor titánica, como lo fue la del también autodidacta Juan López-Morillas. O lo ha sido la del veterano narrador y ensayista Juan Eduardo Zúñiga, que ha dedicado a los rusos páginas maravillosas.
Sólo en tiempos relativamente recientes la edición de la literatura rusa ha empezado a seguir los criterios filológicos que varias generaciones de traductores con un perfecto conocimiento de la lengua y las singularidades estilísticas —uno de los problemas de las versiones antiguas era que todos los autores sonaban de la misma manera— han aplicado a su trabajo. Podemos, ahora sí, leer a los rusos o saber de su tradición gracias a intermediarios fiables como Ricardo San Vicente, Selma Ancira, Monika Zgustova, Jorge Ferrer, Marta Rebón y muchos otros que se cuentan por decenas y siguen surgiendo de las ya no pocas facultades españolas que imparten la materia, desde que Madrid, Granada y Barcelona abrieron el camino a la especialidad en los años noventa. A los grandes clásicos del XIX, editados con todas las garantías, o a los autores del XX cuyos textos sufrieron la censura o el olvido y han tardado en ser recuperados, se han sumado otros menos conocidos y obras, también aunque en menor medida contemporáneas, que han ampliado considerablemente el panorama más allá de los nombres consagrados.