Viaja el Monstruo
Como contaba David Gilmour en su biografía del príncipe, El último Gatopardo (Siruela), no deja de ser sorprendente, aunque comprensible por el clima asfixiante que habían impuesto los muy progresistas y comprometidos integrantes de la intelligentsia italiana de la posguerra, el escaso entusiasmo con el que fue inicialmente acogida, con la notable excepción de Montale, la publicación póstuma de la única novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, rechazada por Einaudi y Mondadori antes de que Bassani lograra incorporarla al catálogo de Feltrinelli. Entre el público, sin embargo, dentro y fuera de Italia, el éxito de El Gatopardo (1958) fue inmediato y ha llevado a sus incondicionales —Aragon o Forster lo fueron desde el principio— a devorar todo lo que tenga que ver con la figura de un autor tan parco como fascinante, aunque no llevara ni mucho menos una vida aventurera. Las cartas recogidas en Viaje a Europa (Acantilado), editadas por Gioacchino Lanza y Salvatore Silvano, documentan una época poco conocida (1925-1930) en la que el futuro escritor pasaba estancias periódicas en Inglaterra, sobre todo, aprovechando que su tío ocupaba la embajada en Londres, pero también en Francia, Austria o Alemania. El grueso de la correspondencia, inédita hasta hace unos años, lo forman las impagables misivas dirigidas a sus primos los Piccolo —el pintor Casimiro y el poeta, músico y medio astrónomo Lucio, excéntricos habitantes de la villa mágica de Capo d’Orlando, en la costa norte de Sicilia— con los que Lampedusa mantuvo una relación ya entonces muy estrecha, sustentada en complicidades, confidencias y bromas privadas. En sus reportes el Monstruo, como se califica a sí mismo, comparte con sus íntimos parientes impresiones de viaje, notas eruditas, bocetos, chismorreos o chistes escatológicos, en un tono que oscila entre la elegante frivolidad y la sátira descarada: el turista de Stendhal, como apunta Silvano, pasado por el humor de un Chesterton o un mister Pickwick especialmente deslenguado.
Frente a la gazmoñería de un cierto apostolado que apuesta por la pedagogía blanda, aséptica y desprovista de aristas inquietantes, obras como la de Angela Carter recuperan, sin dejar de ser críticas con la tradición de la que beben, el lado más salvaje de un imaginario donde conviven el horror y la ensoñación, el impulso irreverente y su actualización no previsible. La misma editorial que publicó hace poco una edición ilustrada de La cámara sangrienta, Sexto Piso, reúne ahora sus cuentos completos —reunidos por la autora inglesa con el expresivo título de Quemar las naves— en un volumen que incluye, junto a los que forman la obra mencionada (1979), los recogidos en Fuegos artificiales (1974), Venus negra (1985) y Fantasmas americanos y maravillas del Viejo Mundo (1993), más otros tempranos o no antologados. Carter siempre tuvo, nos cuenta ella misma en el epílogo a Fuegos, debilidad por Poe y Hoffmann, pero su lúcida relectura del repertorio gótico no se limita a la recreación inocua, sino que mantiene —de acuerdo con el sentido profundo del género, tan desdeñado por los literatos— “una función moral singular: la de provocar incomodidad”. Su estilo, como bien dice el prologuista Salman Rushdie, viejo amigo de Carter, combina lo alto y lo bajo, una cierta tendencia al barroquismo o incluso al exotismo lingüístico con el uso de expresiones coloquiales. Fábulas, cuentos crueles, metamorfosis o también los relatos hiperreales de sus últimas entregas, integran una colección en la que destacan la variación de los modelos heredados, el humor negro y una mirada feminista que, por fortuna para sus lectores, no pretende ser correcta.
Pese a haber ganado el Planeta por Se enciende y se apaga la luz (1962), el malogrado Ángel Vázquez no fue nunca un escritor famoso ni demasiado leído, pero quienes no conozcan La vida perra de Juanita Narboni (1976), de nuevo disponible en Seix Barral, tienen pendiente el placer de acercarse a una de las novelas españolas más cautivadoras de la segunda mitad del siglo XX. La obra del tangerino comprende otra novela anterior, Fiesta para una mujer sola (1964), y un puñado de relatos que fueron recopilados en El cuarto de los niños y otros cuentos (Pre-Textos), pero es sin duda La vida perra, sostenida por el formidable monólogo de una mujer alcoholizada que rumia su frustración de soltera en una lengua maravillosamente viva, atravesada por el dialecto —la haquetía— de la comunidad sefardita del norte de Marruecos, la que contó, parafraseando el epígrafe de Cocteau que figura al comienzo, su mentira más verdadera. Para algunos el personaje remitía a su madre, Mariquita la Sombrerera; otros han visto un reflejo del propio Vázquez, al que todos llamaban Antonio. Ambos, del mismo modo que la desdichada protagonista, se hundían junto con el recuerdo de los años dorados de la antigua ciudad internacional, pero antes de morir en una pensión de Atocha el novelista, un grande ignorado, supo conservar para siempre la memoria de una ciudad irrepetible.