Vidas y leyendas
Mixtificador, megalómano e invariablemente oportunista, Curzio Malaparte puede resultar en muchos aspectos un personaje antipático, pero algo hay en su camaleónica trayectoria —y desde luego en sus libros— que sigue moviendo a la fascinación, por más que sus afirmaciones, a menudo arbitrarias o dictadas por el interés inmediato, deban tomarse con la debida cautela. Tras la publicación de la excelente biografía de Maurizio Serra, Malaparte. Vidas y leyendas (Tusquets), la misma editorial ha dado a conocer una nueva traducción del Diario de un extranjero en París, donde el escritor italiano relata su decepcionante estancia en la ville lumière por los años (1947-1948) de la inmediata posguerra. Consciente de que la amargura que destilan sus páginas podía no favorecerle, Malaparte no publicó el Diario en vida —aparecería póstumamente en 1966—, lo que no resulta extraño a la luz de las impresiones que suscitó en el “exiliado” —como tal se presenta, aunque su decisión fue voluntaria— el regreso a la ciudad después de la catástrofe. Había logrado escapar de la purga, pero su apoyo al fascismo le pasaría factura: sospechoso de ambigüedad, despreciado por los jóvenes existencialistas, el gran cronista de los horrores de la contienda se siente excluido de los círculos literarios y sus ejercicios de autojustificación suenan insinceros o debidos a un deseo de agradar que apenas encontró respuesta —con excepciones como las representadas por Cendrars o Cocteau— ni logró rehabilitar del todo una imagen muy deteriorada. “Cada vez estoy más convencido de que prefiero a los verdaderos colaboradores antes que a los falsos resistentes”, afirma, pero el problema de Malaparte era, como bien apuntaba Serra, que su tiempo había pasado.
Poco a poco vamos conociendo obras de los franceses, menos difundidos entre nosotros que Drieu o Céline, sobre los que con mayor o menor justicia cayó el estigma de la collaboration tras la liberación de la capital por los aliados. Hijo de un zapatero anarquista, Jean Giono quedó marcado por su experiencia en Verdún —“Nadie nos consolará de aquella guerra […] Por eso yo me arrojé salvajemente al lado del árbol, de la nieve y de la bestia”— y desde entonces abrazó un pacifismo a ultranza que en los días de la Ocupación planteaba dudas morales. Contrario a los nazis pero señalado por su tibieza, el autor fue encarcelado y absuelto a los pocos meses por las nuevas autoridades, que no pudieron formular acusaciones serias de connivencia. Del lúcido y extemporáneo Giono, precursor de una sensibilidad hacia la naturaleza que anticipaba los planteamientos ecologistas y cuya obra está muy ligada a los paisajes de la Provenza que supo hacer universales, hemos podido leer en los últimos años dos libros muy hermosos, el cuento o fábula El hombre que plantaba árboles (Duomo) y la novela Un rey sin diversión (Impedimenta), a los que se suman ahora los relatos incluidos en La soledad de la compasión (Elba). Fue pensando en libros parecidos a este —de comienzos de los años treinta— que los malintencionados hablarían de una literatura pétainiste, pero aunque es cierto que sus estampas del mundo rural, en el que vivió siempre, serían aprovechadas por el gobierno de Vichy para ensalzar las presuntas esencias de la patria, semejante reducción equivalía a pasar por alto la elevada humanidad de un empeño que no tenía —ni tiene— que ver con la política.
Distinto es el caso de Marcel Jouhandeau, no solo porque publicó un panfleto antisemita antes de la guerra —El peligro judío (1937)— sino porque formó parte de la delegación de collabos que viajó al Congreso de Weimar en el 41, para no hablar de las delaciones atribuidas a su mujer. Jouhandeau formaba parte de una camarilla filogermánica con inclinaciones homoeróticas —Brasillach, Bonnard o Montherlant— y por ello no es raro que ciertas afirmaciones suyas —“me gustaría hacer de mi cuerpo un puente fraternal entre Francia y Alemania”— fueran entendidas literalmente. Dos libros en cierto sentido complementarios, el ensayo De la abyección (El Cobre) y la novela Tiresias (Tusquets), dan fe de una personalidad exquisita y atormentada que no abandona los territorios oscuros —aunque también prodigó los escritos de ambiente “regional”— en el inquietante Tres crímenes rituales, rescatado por Impedimenta con prólogo de Eduardo Berti. Inspirados en casos reales que alcanzaron notoriedad en la prensa sensacionalista de los cincuenta, los relatos, como apunta Berti, se inscriben en la tradición de las crónicas recreadas por Gide o el citado Giono y son una muestra más de la “extraña combinación de católico torturado con moralista libertino” que caracterizaba a Jouhandeau, quien logró eludir el castigo durante la depuración pero años después se permitía disertar —en las Reflexiones informales que cierran el volumen, donde advierte del “grave” error de haber introducido a las mujeres en los jurados— sobre la justicia humana. n